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miércoles, 31 de octubre de 2012

HALLOWEEN CON BRAM STOKER

 
 
 
 
 
Amigos de Bolsi & Pulp, tal como les habíamos anunciado tenemos una terrorífica sorpresa para esta noche de Halloween, y la sorpresa es con el inmortal BRAM STOKER.
Este año 2012 se han cumplido 100 años de la muerte de Bram Stoker, sin lugar a dudas, uno de los grandes maestros del Terror, y es por esta razón que tiempo atrás pasó a formar parte de nuestra prestigiosa GALERIA DEL TERROR, una sección del blog destinada sólo a los hombres que más han dado que hablar en el mundo del horror. Si se perdieron dicha reseña, pueden revisarla pinchando acá.
También por ello, hace un par de meses publicamos en Bolsi & Pulp en forma integra su novela corta EL ENTIERRO DE LAS RATAS. Si quieren leer esa novela, simplemente pinchen acá.
Y es por ello también, que para celebrar adecuadamente esta noche de brujas, hemos seleccionado tres cuentos de este genial escritor, los cuentos son: La Squaw,  El invitado de Drácula y La casa del Juez.
Espero que los cuentos sean del agrado de todos ustedes.
¡UN ABRAZO Y FELIZ NOCHE DE HALLOWEEN!
Atte: ODISEO… Legendario Guerrero Arcano.
 
LA SQUAW
 
En aquella época, Nuremberg estaba muy lejos de ser la ciudad conocida y frecuentada en que se ha convertido en nuestros días.
Esta antigua ciudad no evocaba demasiadas cosas para los viajeros de aquel entonces. Mi esposa y yo estábamos en la segunda semana de nuestro viaje de bodas; y, sin mencionarlo, comenzamos a desear la presencia de un tercero. Por ello acogimos con satisfacción la compañía de un tal Elias P. Hutcheson, de Isthmain City, Bleeding Gulch, condado de Maple Tree (Nebraska), cuando ese alegre sujeto, apenas salir de la estación de Frankfurt del Main, declaró, con marcado acento yanqui, que se proponía visitar una maldita vieja ciudad de Europa que, por lo menos, tenía los años de Matusalén, pero que un viaje así requería, necesariamente, alguna compañía. Todo hombre, explicó, aunque tenga un carácter activo y sensato, se arriesga, a fuerza de viajar siempre solo, a acabar sus días encerrado entre las cuatro paredes de un manicomio. Tanto Amelia como yo constatamos algunos días más tarde, al comparar nuestros respectivos diarios, que habíamos decidido no relacionarnos con él sino de forma circunspecta y controlada con el fin de no parecer demasiado contentos de haberlo conocido, lo cual no hubiera parecido demasiado compatible con un inicio de vida conyugal. Pero, por muy laudable que fuese, esta resolución quedó en agua de borrajas por el hecho de empezar a hablar los dos al interrumpirnos los dos al mismo tiempo y luego volver a empezar a hablar los dos al mismo tiempo. De todas maneras, no importaba cómo, ya estaba hecho, y Elias P. ya no se apartó de nuestro lado. Y Amelia y yo sacamos de ello un buen beneficio; en vez de pelearnos, como habíamos estado haciendo, descubrimos que la influencia restrictiva de una tercera persona era tal que ahora aprovechábamos todas las oportunidades para besarnos por los rincones. Amelia afirma que desde entonces, y como resultado de esa experiencia, aconseja a todas sus amigas que lleven a un amigo en su luna de, miel. Bien, «hicimos» Nuremberg juntos; y nos lo pasamos muy bien con la sabrosa forma de hablar de nuestro nuevo amigo del otro lado del Atlántico, el cual, tanto por sus pruebas de ingenio como por los alucinantes relatos de sus aventuras pasadas, parecía salido directamente de alguna novela picaresca. Habíamos decidido, reservar como plato fuerte la visita al castillo imperial de Nuremberg, el Kaiserburg, y el día prefijado para la visita rodeamos la muralla exterior de la ciudad por su lado este.
El Kaiserburg se alza sobre una escarpada roca que domina la ciudad; inmensos fosos, muy profundos, defienden el acceso por la parte norte. Nuremberg tuvo la fortuna de no haber sido saqueada jamás; de otra manera no habría podido mostrar aquel aspecto nuevo y flamante que contemplamos entonces. Los fosos ya no servían desde hacía siglos: el fondo estaba ocupado por casas de té al aire libre y plantaciones de árboles frutales, algunos de los cuales alcanzaban un tamaño respetable. Avanzamos junto al largo muro fortificado bajo el ardiente sol de julio, deteniéndonos a menudo para admirar la vista que se abría ante nosotros, en especial la gran llanura cubierta de ciudades y pueblos y enmarcada en una línea azul de colinas, como un paisaje de Claude Lerraine. Las torres del Kaiserburg, ahora cercanas, se alzaban a nuestra derecha; y más cerca aún, la altiva, la orgullosa Torre de las Torturas que era, y quizá lo sea todavía, el lugar más interesante de la ciudad. Durante siglos se ha citado a la Doncella de Hierro de Nuremberg como el ejemplo más claro de los horrores y la crueldad en los que puede caer el hombre. Por nuestra parte, siempre habíamos deseado poder verla algún día; y hete aquí que finalmente nos hallábamos a la entrada de lo que era su hogar.
Durante uno de nuestros altos en el camino, nos asomamos por encima del muro que circundaba los fosos. Allá abajo, muy al fondo, estaban los jardines somnolientos bajo el sol, quizás a quince o veinte metros de profundidad, aplastados bajo el sofocante y opresivo calor. Más allá, unas enormes murallas grises y hoscas, de una altura impresionante, se perdían a izquierda y derecha en los ángulos del bastión y la contraescarpa. Árboles y arbustos coronaban la cumbre. Detrás se alzaban altivas mansiones a las que el tiempo había dado una belleza aún mayor.
El calor nos agobiaba; caminábamos lentamente. Sin prisa alguna, nos detuvimos allí mismo y nos volvimos a asomar por encima del muro. Entonces se nos ofreció un cuadro encantador: una gran gata negra estaba tendida cuan larga era al sol, mientras un gatito del mismo color correteaba alegremente a su alrededor. La madre agitaba lentamente la cola para divertir a su pequeño y lo empujaba con la pata para animarlo a jugar. Los dos animales estaban al pie del muro, a nuestro nivel, y Elias P. Hutcheson se inclinó y tomó una piedra de tamaño bastante considerable con el fin de participar en sus juegos.
-¡Miren! -nos dijo con su divertido acento yanqui-. La voy a lanzar cerca del gatito, y se van a quedar preguntando de donde habrá salido.
-¡Oh!, vaya con cuidado -le recomendó mi esposa-, podría herir al pobre gatito
-¿Yo? Jamás lo intentaría, mi querida amiga -replicó Elias P.-. Tengo un corazón tan tierno como un cerezo de New Hampshire. ¡Por Dios!, tengo tan pocas intenciones de dañar a ese hermoso animalillo como de arrancarle la cabellera a un niño de teta. Por lo demás, no hay ningún peligro. ¡Mire, podría apostar lo que quisiera, hasta sus medias de fantasía, a que no voy a fallar! Fíjese, la voy a lanzar un poco hacia un lado, así...
Dicho esto, se inclinó hacia adelante, extendió el brazo y lanzó la piedra. Tal vez exista una fuerza de atracción que haga que un cuerpo, sea cual sea su volumen, acabe siempre por alcanzar a otro más grande que él, o quizá simplemente el muro no fuera totalmente vertical, cosa que no podíamos comprobar desde el punto en que nos hallábamos. Fuera lo que fuese, nos llegó un ruido blando, desgarrador, a través del cálido aire: la piedra acababa de dar de lleno en la cabeza del gatito y le había reventado el cráneo. La gata negra lanzó una rápida mirada en nuestra dirección; y vimos sus pupilas verdes y llameantes fijarse intensamente en Elias P. Hutcheson. Luego se volvió hacia el cuerpecillo tendido junto a ella, cuyas patitas todavía se agitaban imperceptible, presas de convulsiones, mientras un hilillo de sangre brotaba de la herida abierta. Entonces, con un sollozo ahogado, casi humano, se inclinó sobre el gatito, ahora inerte, y se puso a lamerle gimoteando la herida.
De pronto pareció darse cuenta de su muerte; y, una vez más, alzó su mirada hacia nosotros. Una mirada que nunca voy a olvidar, tal era el odio que de ella se desbordaba. Un fuego enconado ardía en el fondo de sus ojos verdes; sus dientes blancos y agudos parecían, brillar bajo la sangre que manchaba sus labios y bigotes. Y esos dientes rechinaban, mientras el animal descubría y alargaba unas enormes uñas afiladas. De pronto saltó desesperadamente hacia el muro para intentar alcanzamos; pero no lo logró y volvió a caer sobre el pequeño cadáver. Cuando se volvió a alzar, todavía nos pareció más horrible, tan pegajoso estaba su pelo oscuro por la sangre y los sesos. Amelia se desvaneció. Fue preciso que la transportase hasta un banco próximo, bajo la sombra de un plátano, donde recobró lentamente el conocimiento. En ese momento regresé junto a Hutcheson que, inmóvil de pie, observaba la enfurecida gata.
-¡Vaya por Dios! -exclamó al ver que me acercaba-. No creo haber visto un aspecto más feroz que el de esa bestia..., excepto en cierta ocasión, en una india de la tribu de los apaches, una squaw, como las llaman allí. Recuerdo cuando la squaw apache tuvo entre sus manos a un mestizo al que llamaban Astillas, para vengarse de lo que éste le había hecho al papoose, o sea el niño de esa squaw, al que había raptado en una correría para vengarse a su vez de la forma en que los apaches habían aplicado la tortura del fuego a su madre. La india estuvo mirando lo que le hacía el mestizo a su papoose, como si no quisiera olvidar un solo detalle. Persiguió a Astillas durante más de tres años, hasta que al final los bravos de su tribu lo atraparon y se lo entregaron. Dicen que ningún hombre, blanco o indio, ha tardado tanto en morir bajo las torturas apaches... La única vez que la vi sonreír fue cuando la eliminé. Llegué a su campamento justo cuando Astillas exhalaba su último suspiro, y les aseguro que a él tampoco le supo mal morir. Era un tipo demasiado duro, y yo nunca le había mostrado ninguna amistad después de lo del crío indio, pues había sido una gran canallada, y eso que tenía todo el aspecto de un hombre blanco. Pero pagó su deuda hasta el último centavo, y más aún, con creces. ¡Lo único que pude hacer con él fue conservar un trozo de su piel, ya que lo habían despellejado totalmente, y mandar que me forraran una agenda con ella! Aquí está -dijo, palmeándose el bolsillo del chaleco.
Mientras hablaba, la gata trataba de alcanzar frenéticamente la parte alta del muro. Primero tomaba impulso y luego saltaba, llegando a veces a una altura sorprendente. Aunque siempre volvía a caer al fondo, no parecía importarle: volvía a intentarlo con creciente ardor. Hutcheson era un buen muchacho- tanto mi mujer como yo nos habíamos fijado en la amabilidad con que trataba tanto a personas como a animales, y parecía sinceramente entristecido por el estado de furor en que veía a la gata.
-Lamento mucho no poder hacer nada -dijo-. Pobre animal, parece tan desesperado... Mira, no es culpa mía, ha sido un accidente. Y todo esto no te devolverá a tu pequeño. Lo lamento, nunca hubiera deseado que sucediese tal cosa, ni siquiera por un fajo de billetes... Espero, coronel -una de sus diversiones habituales era la de atribuirnos títulos imaginarios-, que su esposa no esté demasiado irritada conmigo por este desgraciado incidente. La culpa no es mía, y no se puede llegar a imaginar hasta qué punto lo lamento.
Se aproximó a Amelia y se deshizo en excusas. Ella lo confortó, asegurándole que nunca había dudado de que se tratase de un accidente. Luego regresamos al muro para ver lo que hacía la gata. Ésta, al no ver a Hutcheson, se había quedado al acecho al borde del foso, dispuesta a abalanzarse de nuevo. En cuanto lo vio, saltó con un furor ciego que hubiera parecido risible en otras circunstancias. Ya no trataba de alcanzar la parte alta del muro; simplemente se limitaba a lanzarse hacia Hutcheson como si la violencia de su odio, prestándole alas, pudiera permitirle franquear aquella gran distancia que los separaba. Amelia, con el infalible instinto de su sexo, se dio cuenta de inmediato del peligro.
-Tenga cuidado -le dijo a Elias P. con voz inquieta-, porque es seguro que, si estuviera aquí, ese animal trataría de matarlo. La muerte brilla en sus ojos.
-Perdóneme, mi pequeña amiga -replicó Hutcheson con una carcajada-, pero no puedo impedir reírme. ¡Es demasiado divertido! ¡Yo! ¡Yo, que he cazado al oso pardo y al indio, quiere que tenga cuidado de una gata!
Cuando el animal oyó las risas interrumpió sus intentos. Fue a sentarse lentamente junto al cadáver de su pequeño, y comenzó a lamerlo como si aún estuviera vivo.
-Ahí tienen –dije- los resultados de la acción de la voluntad de un hombre fuerte. La misma gata, a pesar de su furor, ha reconocido a su dueño y se inclina ante él.
-¡Exactamente igual que una squaw! -fue el único comentario de Elias P. Hutcheson, mientras reemprendíamos nuestro camino a lo largo de los fosos.
De vez en cuando nos volvíamos para mirar por encima del muro y, cada vez, veíamos a la gata que nos seguía. A veces regresaba al lado del pequeño cadáver. Pero, como la distancia no dejaba de aumentar, lo tomó en su boca, y así nos siguió. Sin embargo, al cabo de un tiempo lo abandonó, pues la vimos seguirnos sola; evidentemente había escondido el cadáver en alguna parte. La alarma de Amelia empezó a crecer ante la persistencia de la gata, y más de una vez repitió su advertencia; pero el americano se reía siempre, divertido, hasta que finalmente, viendo que comenzaba a estar preocupada, le dijo:
-Le aseguro, señora, que no debe asustarla esa gata. ¡Soy un hombre prevenido, puede estar segura! -Y se palmeó el bolsillo de la parte trasera de su pantalón, donde siempre llevaba una pistola-. Vaya, antes que seguir viéndola preocupada estoy dispuesto a matar de un tiro a ese animalillo, aquí mismo, y arriesgarme a que la policía se mezcle en los asuntos de un ciudadano de los Estados Unidos por llevar un arma sin permiso.
Mientras hablaba miró por encima del muro. Pero la gata, al verle, se retiró con un gruñido y se ocultó en un macizo de flores.
-Vaya por Dios -dijo Hutcheson-. Ese animal tiene más sentido común que el que poseen la mayoría de cristianos. ¡Supongo que ya no la veremos nunca más! Les apostaría cualquier cosa a que ahora va a buscar a su cría para hacerle un hermoso entierro.
Amelia no dijo nada más, por miedo a que en un erróneo acto de amistad hacia ella cumpliese su amenaza de matar a la gata; así que proseguimos nuestro camino y cruzamos el pequeño puente de madera que llevaba a la puerta en la que se iniciaba la empinada senda: enlosada entre el Kaiserburg y la pentagonal Torre de las Torturas. Mientras cruzábamos el puente vimos de nuevo a la gata debajo de nosotros. Cuando nos vio, su furia pareció ganarla de nuevo, e hizo frenéticos esfuerzos por escalar la pared vertical. Hutcheson se rió al verla y le dijo:
-Adiós, vieja amiga. Lamento haber herido tus sentimientos, pero ya se te pasará el enfado. ¡Hasta otra!
Y atravesamos la alta y oscura arcada y llegamos a la puerta del Kaiserburg.
Cuando salimos de nuevo, tras nuestra exploración de aquel hermoso lugar antiguo, que ni siquiera los bienintencionados esfuerzos de los restauradores góticos de hace cuarenta años habían logrado estropear (pese a que esta restauración era de un blanco brillante), parecíamos haber olvidado por completo el poco placentero episodio de la mañana. El viejo tilo con gran tronco retorcido por el paso de casi nueve siglos, profundo pozo excavado en el corazón de la roca por aquellos cautivos de la antigüedad y la hermosa vista desde las murallas de la ciudad en las que oímos, durante casi un cuarto de hora, el sonido de los múltiples carillones.... todo había contribuido a borrar de nuestras mentes el incidente del gatito muerto.
Éramos los únicos visitantes que habían entrado aquella mañana en la Torre de las Torturas, al menos eso es lo que nos dijo el viejo guardián, así que teníamos el lugar para nosotros solos, y pudimos llevar a cabo una visita mucho más detallada y satisfactoria de lo que habría sido posible en otras circunstancias. El guardián, viendo en nosotros la única fuente de ingresos de aquel día, se mostró dispuesto a cumplir todos nuestros deseos. La Torre de las Torturas es ciertamente un lugar opresivo, incluso ahora, cuando muchos millares de visitantes le han dado una cierta chispa de vida y la alegría que ella comporta. Pero en aquel tiempo al que yo me refiero aún mantenía su aspecto más primitivo y terrible. El polvo de los siglos parecía estar en todas partes, y la oscuridad y el horror de sus recuerdos parecían haberse hecho sensibles de una forma que hubiera satisfecho a las almas panteístas de Filo o Espinoza. La cámara inferior, por la que entramos, estaba al parecer normalmente en tinieblas, y hasta la cálida luz diurna que entraba a chorros por la puerta parecía perderse en el grosor de las paredes, y solo mostraba los burdos ladrillos tal y como los había dejado el constructor, pero cubiertos de polvo y teñidos aquí y allá por manchas oscuras que, si las paredes pudieran hablar, habrían contado terribles recuerdos de miedo y sufrimiento.
Por todo ello, nos sentimos satisfechos al subir por la polvorienta escalera de madera, dejando el guardián abierta la puerta exterior para que nos iluminase algo el camino, pues, para nuestros ojos, la única y maloliente vela colocada en un candelabro clavado a la pared no daba bastante luz. Cuando salimos por la trampilla de un rincón de la cámara superior, Amelia se apretó tan fuertemente contra mí que pude notar cómo palpitaba su corazón.
Por mi parte debo decir que no me sorprendió su temor, Pues esa sala aún era más terrible que la que acabábamos de abandonar. Ciertamente, aquí había más luz, pero esto sólo contribuía a que pudiésemos contemplar mejor los horribles detalles del lugar. Evidentemente, los constructores de la torre habían pensado que sólo los que llegasen a la cima debían beneficiarse de la luz y de la visión, pues en todo el resto de la torre solo había algunas estrechas troneras como las de las construcciones militares medievales.
Unas pocas de éstas iluminaban la cámara, y estaban colocadas a tanta altura que desde ningún lugar podía verse el cielo a causa del grosor de las paredes. Desordenadamente, en unos armeros a lo largo de los muros, se veían espadas de decapitar, grandes armas de larga empuñadura, ancha hoja y afilados bordes. Junto a ellas, varios tajos en los que habían descansado las cabezas de las víctimas, en los que se veían los profundos cortes hechos por el acero que había cercenado las carnes, clavándose en la madera. Por toda la cámara, dispuestos al azar, se veían muchos aparatos de tortura que hacían estremecer el corazón: sillas llenas de clavos que daban idea de un terrible dolor; sillas y camastros tachonados de puntas romas cuya tortura parecía menor, pero que, aunque más lenta, era igualmente eficaz; potros, cinturones, guantes, collares, todos ellos dispuestos para comprimir a voluntad; caperuzas de acero en las que las cabezas podían ser machacadas lentamente; garfios de largos mangos y afiladas puntas muy utilizados por la antigua policía de Nuremberg; y muchos, muchos otros artefactos creados por el hombre para hacer daño a sus semejantes.
Amelia se puso muy pálida ante lo horrible de todas aquellas cosas, pero afortunadamente no se desmayó, aunque se sintió algo mareada y se sentó en una de las sillas de tortura, poniéndose inmediatamente en pie de un salto, con un grito, desaparecido su comienzo de mareo. Ambos hicimos ver como si hubieran sido las herrumbrosas púas lo que la habían asustado, y el señor Hutcheson aceptó nuestra explicación con una risita amable.
Pero el objeto principal de aquella cámara de los horrores era el artilugio conocido como la Doncella de Hierro, colocado en el centro de la habitación. Tenía la forma aproximada de una mujer de amplias formas. Uno apenas hubiera reconocido en ella la figura humana si no se hubiera preocupado el herrero de dar a su rostro una forma más cuidada. El artefacto estaba cubierto por una capa de óxido y polvo; había una cuerda atada a una anilla en la parte delantera, más o menos donde debiera de haber tenido la cintura, cuerda que pasaba por una polea clavada a la viga de madera que sostenía el techo. Tirando de la cuerda, el guardián nos mostró que la parte frontal se movía sobre unas bisagras como si fuera una puerta; entonces vimos que el artilugio tenía unas paredes de considerable grosor, que apenas dejaban lugar en su interior para que en él fuera introducido un cuerpo humano. La puerta era de grosor similar y gran peso, pues fue necesario todo el esfuerzo del guardián, ayudado por la polea, para abrirla.
Este peso era debido en parte al hecho de que evidentemente se había diseñado la puerta de forma que colgase de tal modo que su propio peso la hiciera cerrarse en cuanto se soltase la cuerda. El interior estaba manchado por el óxido, pero no solo por eso, pues el óxido producido por el tiempo no hubiera podido morder tan profundamente las paredes de hierro, y las señales interiores eran verdaderamente profundas. Tan sólo cuando nos acercamos a mirar detenidamente el interior de la puerta fue cuando nos dimos cuenta de su diabólica misión. Había allí varias largas púas, cuadradas y gruesas, de amplia base y afilado extremo, colocadas de tal forma que cuando se cerrase la puerta las superiores atravesasen los ojos de la víctima y las inferiores su corazón y otras partes vitales. La visión fue demasiado para la pobre Amelia y esta vez cayó desmayada, y tuve que bajarla por la escalera de madera y llevarla hasta un banco del exterior, donde se recuperó. La impresión que sintió fue tan grande que mi primogénito tiene un antojo en el pecho que, según toda mi familia, representa a la Doncella de Nuremberg.
Cuando regresamos a la cámara nos encontramos a Hutcheson frente a la Doncella de hierro. Evidentemente, había estado reflexionando, y ahora nos transmitió el fruto de sus meditaciones en forma de exordio:
-Bueno, creo que he estado aprendiendo algo mientras la señora se recuperaba de su desmayo. Me parece que estamos muy atrasados en nuestro lado del gran charco. Allá en las llanuras solíamos pensar que los indios nos daban lecciones en lo referente a cómo hacer que un hombre se sintiera mal, pero me parece que sus defensores de la ley y el orden medievales los superaban absolutamente. Los apaches saben hacer muy bien las cosas, pero esta jovencita de aquí les tenía ganada la mano. Las puntas de estas púas aún siguen estando bien afiladas, aunque los bordes estén embotados por lo mucho en lo que se clavaron. Seria una buena cosa que la Oficina de Asuntos Indios se hiciese con unos cuantos ejemplares de este juguetito para llevarlos a las, reservas: esto iba a meter en cintura a los bravos, y también a sus squaws, mostrándoles cómo la vieja civilización todavía tiene mucho que enseñarles. ¡Francamente, me gustaría entrar un momento en esa caja para ver lo que se siente!
-¡Oh, no, no! -dijo Amelia-. ¡Es demasiado terrible!
-Mi pequeña amiga, no hay nada demasiado terrible para una mente inquisitiva. Me he metido muchas veces en buenos líos. Pasé toda una noche en el interior del cadáver de un caballo mientras ardía toda la pradera del territorio de Montana.... y en otra ocasión dormí en el interior de un búfalo muerto cuando los comanches estaban en el sendero de la guerra y no me quedaba otro remedio si es que no quería hacer compañía al animal. he pasado dos días en un túnel derrumbado en la mina de oro de Billy Broncho en Nuevo Méjico, y fui uno de los cuatro que permaneció encerrado durante las tres cuartas partes de un día en la campana estanca que rompió las amarras cuando estábamos excavando los cimientos del puente de Buffalo. No me he dejado perder ni una sola sensación extraña hasta ahora, y no pienso perderme ésta.
Vimos que nada podría disuadirle, así que le dije:
-Bueno, entonces apresúrese, amigo, y acabemos de una vez.
-De acuerdo, mi general -me contestó-. Pero aún falta una cosa. Mis predecesores, los caballeros que se encontraron anteriormente en esta lata de sardinas, no lo hicieron voluntariamente.... ¡seguro que no! Imagino que los debían de traer bien atados antes de dejar caer el telón. Deseo hacer bien las cosas, así que primero necesito que me aten a conciencia. Me imagino que este buen hombre podrá encontrar un poco de cuerda para ello, ¿no, jefe?
Esto último se lo preguntó al viejo guardián, pero éste, que comprendía a grosso modo nuestra conversación, aunque quizá no entendiese todas las palabras, negó con la cabeza. Sin embargo, su negativa era un puro formulismo que únicamente buscaba una mayor propina. El americano le colocó una moneda de oro en la mano y le dijo:
-Tenga, compañero, para que beba un trago. Y no tenga miedo: desde luego no tengo ninguna intención de acabar aquí mis días.
Entonces el guardián buscó un trozo de cuerda, delgada y desgastada, y procedió a atar a nuestro amigo, dispuesto a cumplir con sus deseos. Cuando la parte superior de su cuerpo estuvo atada, Hutcheson le dijo:
-¡Un momento, señor juez! Evidentemente peso demasiado para que pueda meterme en vilo en la lata de sardinas. Déjeme meter, y entonces podrá acabar de atarme las piernas.
Mientras así hablaba se había introducido por la abertura, que apenas si era lo bastante grande como para dejarle paso: el lugar era mínimo para un hombre de su corpulencia. Amelia lo contemplaba con temor en sus ojos, pero evidentemente sin deseos de intervenir. Entonces el guardián completó su tarea atando los pies del americano de forma que quedase por completo inerme y obligado a permanecer en su voluntaria prisión. Parecía estar disfrutando del momento, y la sonrisa habitual en su rostro se hizo más grande cuando dijo:
-¡Vaya, esta Eva debió ser hecha de la costilla de un enano! No hay en ella sitio para un ciudadano adulto de los Estados Unidos. En el territorio de Idaho acostumbramos a hacer los ataúdes más grandes. Ahora, señor juez, puede comenzar a dejar caer, muy lentamente, la, puerta sobre mí. Quiero sentir el mismo placer que los otros muchachos cuando las púas empezaban a moverse hacia sus ojos.
-¡Oh, no, no, no! ---estalló histéricamente Amelia-. ¡Es demasiado terrible! ¡No deseo verlo! ¡No puedo! ¡No puedo!
Pero el americano era testarudo:
-Oiga, coronel -me dijo-. ¿Por qué no se lleva a la señora a dar un paseo? Por nada del mundo querría herir sus sentimientos, pero ahora que estoy aquí, tras atravesar doce mil kilómetros, me costaría mucho dejar de sentir la sensación que ando buscando. ¡No todos los días tiene un hombre la oportunidad de ser enlatado! Yo y el juez arreglaremos este asunto en un momento, y cuando vuelvan todos nos reiremos de ello.
Una vez más triunfó la resolución nacida de la curiosidad, y Amelia se quedó allí, aferrada a mi brazo y estremeciéndose mientras el guardián comenzaba a soltar, centímetro a centímetro, la cuerda que sujetaba la puerta de hierro. El rostro de Hutcheson estaba radiante mientras sus ojos seguían el movimiento de las púas.
-¡Bueno! -dijo-. Creo no haberme sentido tan dichoso desde que salí de Nueva York. Excepto una pelea que tuve en Wapping con un marino francés, y eso que tampoco fue gran cosa, no ha habido nada que me complaciera realmente en este podrido continente, en el que no hay ni osos ni indios y en el que los hombres van desarmados. ¡Atento ahora, señor juez! ¡No se dé prisa! ¡Deseo un buen trabajo por mi dinero!
El guardián debía de tener en sus venas algo de la sangre de sus predecesores en aquella siniestra torre, pues maniobró la puerta con tal deliberada lentitud que al cabo de cinco minutos, en los que la puerta apenas si se había movido, Amelia comenzó a perder el control de sus nervios. Vi cómo sus labios perdían el color, y noté que su presión sobre mi brazo disminuía. Miré a mi alrededor para buscar un lugar donde depositarla, y cuando la contemplé de nuevo vi que su mirada estaba clavada en un lugar al lado de la Doncella. La seguí, y vi a la gata negra acurrucada en un rincón. Sus ojos verdes brillaban como luces de peligro en la penumbra del lugar, y su color se veía resaltado por la sangre que aún manchaba su piel y enrojecía su boca. No pude evitar el gritar:
-¡La gata! ¡Cuidado con la gata!
Pero ya había saltado frente al artefacto. En aquel momento parecía un demonio triunfante. Sus ojos brillaban feroces, su pelo se erizó hasta que pareció doblar su tamaño, y su cola azotaba el aire como la de un tigre cuando tiene su presa ante él. En cuanto la vio, Elias P. Hutcheson sonrió divertido, y sus ojos chisporrotearon al decir:
-¡Vaya, la squaw se ha puesto sus pinturas de guerra! Denle una patada si intenta buscarme las cosquillas, pues el jefe me ha atado tan bien que no podría evitar que me sacase los ojos si lo intentase. ¡Cuidado, señor juez! ¡No suelte esa cuerda o estoy frito!
En aquel momento Amelia se desmayó al fin, y tuve que aferrarla por la cintura para que no se desplomase, al suelo. Mientras me ocupaba de ella, vi cómo la gata negra se acurrucaba para saltar, y me volví para apartarla.
Pero en aquel instante, con un maullido infernal, se lanzó, no contra Hutcheson como esperábamos, sino directamente a la cara del guardián. Sus garras parecieron rasgar salvajemente su rostro, como se ve en los dibujos chinos de los dragones rampantes. Y, mientras miraba, vi cómo una de sus patas caía sobre el ojo del pobre hombre y le rasgaba toda la mejilla, dejándole una profunda herida sangrante.
Con un aullido de puro terror, sentido antes que el dolor, el hombre saltó hacia atrás, soltando al mismo tiempo la cuerda que sostenía la puerta de hierro. Yo salté a por ella, pero ya era tarde, pues la cuerda voló como un rayo por la polea y la pesada masa cayó por su propio peso.
Mientras se cerraba la puerta entreví el rostro de nuestro pobre compañero. Parecía paralizado por el terror. Sus ojos se abrieron con terrible angustia, anonadados, y ningún sonido salió de sus labios.
Y las púas hicieron su trabajo. Por fortuna, el final fue rápido, pues cuando abrí la puerta de un tirón ya se habían clavado tan profundamente que su cráneo machacado quedó clavado en ellas, y con mi tirón lo arranqué de su prisión, por lo que, atado como estaba, cayó al suelo hacia adelante con un repugnante sonido blando, volviendo lo que antes había sido su cara hacia mí al derrumbarse. Corrí hacia mi esposa, la alcé y me la llevé fuera, pues temía por su razón si, al recobrarse del desmayo, veía aquella escena. La dejé sobre el banco del exterior y corrí de nuevo dentro. Apoyado contra una columna de madera estaba el guardián, sollozando de dolor mientras se cubría los ojos con un pañuelo ensangrentado. Y sentada sobre la cabeza del pobre americano estaba la gata, ronroneando fuertemente mientras lamía la sangre que brotaba de las reventadas pupilas.
Creo que nadie me podrá acusar de crueldad si confieso que tomé una de las antiguas espadas de ejecución y partí en dos a la gata, que ni se movió.

 
 
 
EL INVITADO DE DRÁCULA

NOTA: El invitado de Drácula, fue escrito por Bram Stoker como primer capitulo de su novela Drácula (1897), cima de la literatura gótica de terror y que ha pasado a ser el mayor de los clásicos del género. Posteriormente este texto fue suprimido por Stoker debido a la excesiva extensión de su obra Drácula.
Oscar Wilde dijo que era "la novela más hermosa jamás escrita" y su mítico personaje principal, vampiro y conde de Transilvania, fascinó, entre muchos otros coetáneos, a Arthur Conan Doyle, con quien Stoker compartió la afición por el espiritismo y las ciencias ocultas. Son innumerables las adaptaciones cinematográficas que Drácula ha inspirado, así como las secuelas literarias y teatrales que sigue originando.
 
Cuando iniciamos nuestro paseo, el sol brillaba intensamente sobre Múnich y el aire estaba repleto de la alegría propia de comienzos del verano. En el mismo momento en que íbamos a partir, Herr Delbrück (el maitre d'hôtel del Quatre Saisons, donde me alojaba) bajó hasta el carruaje sin detenerse a ponerse el sombrero y, tras desearme un placentero paseo, le dijo al cochero, sin apartar la mano de la manija de la puerta del coche:
No olvide estar de regreso antes de la puesta del sol. El cielo parece claro, pero se nota un frescor en el viento del norte que me dice que puede haber una tormenta en cualquier momento. Pero estoy seguro de que no se retrasará ―sonrió―, pues ya sabe qué noche es.
Johann le contestó con un enfático:
―Ja, mein Herr.
Y, llevándose la mano al sombrero, se dio prisa en partir.
Cuando hubimos salido de la ciudad le dije, tras indicarle que se detuviera:
―Dígame, Johann, ¿qué noche es hoy?
Se persignó al tiempo que contestaba lacónicamente:
Walpurgis Nacht.
Y sacó su reloj, un grande y viejo instrumento alemán de plata, tan grande como un nabo, y lo contempló, con las cejas juntas y un pequeño e impaciente encogimiento de hombros. Me di cuenta de que aquella era su forma de protestar respetuosamente contra el innecesario retraso y me volví a recostar en el asiento, haciéndole señas de que prosiguiese. Reanudó una buena marcha, como si quisiera recuperar el tiempo perdido. De vez en cuando, los caballos parecían alzar sus cabezas y olisquear suspicazmente el aire. En tales ocasiones, yo miraba alrededor, alarmado. El camino era totalmente anodino, pues estábamos atravesando una especie de alta meseta barrida por el viento. Mientras viajábamos, vi un camino que parecía muy poco usado y que aparentemente se hundía en un pequeño y serpenteante valle. Parecía tan invitador que, aun arriesgándome a ofenderlo, le dije a Johann que se detuviera y, cuando lo hubo hecho, le expliqué que me gustaría que bajase por allí. Me dio toda clase de excusas, y se persignó con frecuencia mientras hablaba. Esto, de alguna forma, excitó mi curiosidad, así que le hice varias preguntas. Respondió evasivamente, sin dejar de mirar una y otra vez su reloj como protesta. Al final, le dije:
―Bueno, Johann, quiero bajar por ese camino. No le diré que venga si no lo desea, pero cuénteme por qué no quiere hacerlo, eso es todo lo que le pido.
Como respuesta, pareció zambullirse desde el pescante por lo rápidamente que llegó al suelo. Entonces extendió sus manos hacia mí en gesto de súplica y me imploró que no fuera. Mezclaba el suficiente inglés con su alemán como para que yo entendiese el hilo de sus palabras. Parecía estar siempre a punto de decirme algo, cuya sola idea era evidente que le aterrorizaba; pero cada vez se echaba atrás y decía mientras se persignaba:
Walpurgis Nacht!
Traté de argumentar con él pero era difícil discutir con un hombre cuyo idioma no hablaba. Ciertamente, él tenía todas las ventajas, pues aunque comenzaba hablando en inglés, un inglés muy burdo y entrecortado, siempre se excitaba y acababa por revertir a su idioma natal.... y cada vez que lo hacía miraba su reloj. Entonces los caballos se mostraron inquietos y olisquearon el aire. Ante esto, palideció y, mirando a su alrededor de forma asustada, saltó de pronto hacia adelante, los aferró por las bridas y los hizo avanzar unos diez metros. Yo lo seguí y le pregunté por qué había hecho aquello. Como respuesta, se persignó, señaló al punto que había abandonado y apuntó con su látigo hacia el otro camino, indicando una cruz y diciendo, primero en alemán y luego en inglés:
―Enterrados..., estar enterrados los que matarse ellos mismos.
Recordé la vieja costumbre de enterrar a los suicidas en los cruces de los caminos.
―¡Ah! Ya veo, un suicida. ¡Qué interesante!
Pero a fe mía que no podía saber por qué estaban asustados los caballos.
Mientras hablábamos, escuchamos un sonido que era un cruce entre el aullido de un lobo y el ladrido de un perro. Se oía muy lejos, pero los caballos se mostraron muy inquietos, y le llevó bastante tiempo a Johann calmarlos. Estaba muy pálido y dijo:
―Suena como lobo..., pero no hay lobos aquí, ahora.
―¿No? ―pregunté inquisitivamente―. ¿Hace ya mucho tiempo desde que los lobos estuvieron tan cerca de la ciudad?
―Mucho, mucho ―contestó―. En primavera y verano, pero con la nieve los lobos no mucho lejos.
Mientras acariciaba los caballos y trataba de calmarlos, oscuras nubes comenzaron a pasar rápidas por el cielo. El sol desapareció, y una bocanada de aire frío sopló sobre nosotros. No obstante, tan sólo fue un soplo, y más parecía un aviso que una realidad, pues el sol volvió a salir brillante. Johann miró hacia el horizonte haciendo visera con su mano, y dijo:
―La tormenta de nieve venir dentro de mucho poco.
Luego miró de nuevo su reloj, y, manteniendo firmemente las riendas, pues los caballos seguían manoteando inquietos y agitando sus cabezas, subió al pescante como si hubiera llegado el momento de proseguir nuestro viaje.
Me sentía un tanto obstinado y no subí inmediatamente al carruaje.
―Hábleme del lugar al que lleva este camino ―le dije, y señalé hacia abajo.
Se persignó de nuevo y murmuró una plegaria antes de responderme:
―Es maldito.
―¿Qué es lo que es maldito? ―inquirí.
―El pueblo.
―Entonces, ¿hay un pueblo?
―No, no. Nadie vive allá desde cientos de años.
Me devoraba la curiosidad:
―Pero dijo que había un pueblo.
―Había.
―¿Y qué pasa ahora?
Como respuesta, se lanzó a desgranar una larga historia en alemán y en inglés, tan mezclados que casi no podía comprender lo que decía, pero a grandes rasgos logré entender que hacía muchos cientos de años habían muerto allí personas que habían sido enterradas; y se habían oído ruidos bajo la tierra, y cuando se abrieron las fosas se hallaron a los hombres y mujeres con el aspecto de vivos y las bocas rojas de sangre. Y por eso, buscando salvar sus vidas (¡ay, y sus almas!.... y aquí se persignó de nuevo), los que quedaron huyeron a otros lugares donde los vivos vivían y los muertos estaban muertos y no.... no otra cosa. Evidentemente tenía miedo de pronunciar las últimas palabras. Mientras avanzaba en su narración, se iba excitando más y más, parecía como si su imaginación se hubiera desbocado, y terminó en un verdadero paroxismo de terror: blanco el rostro, sudoroso, tembloroso y mirando a su alrededor, como si esperase que alguna horrible presencia se fuera a manifestar allí mismo, en la llanura abierta, bajo la luz del sol. Finalmente, en una agonía de desesperación, gritó: «Walpurgis Nacht!», e hizo una seña hacia el vehículo, indicándome que subiera. Mi sangre inglesa hirvió ante esto y, echándome hacia atrás, dije:
―Tiene usted miedo, Johann... tiene usted miedo. Regrese, yo volveré solo; un paseo a pie me sentará bien. ―La puerta del carruaje estaba abierta. Tomé del asiento el bastón de roble que siempre llevo en mis excursiones y cerré la puerta. Señalé el camino de regreso a Múnich y repetí―: Regrese, Johann... La noche de Walpurgis no tiene nada que ver con los ingleses.
Los caballos estaban ahora más inquietos que nunca y Johann intentaba retenerlos mientras me imploraba excitadamente que no cometiera tal locura. Me daba pena el pobre hombre, parecía sincero; no obstante, no pude evitar el echarme a reír. Ya había perdido todo rastro de inglés en sus palabras. En su ansiedad, había olvidado que la única forma que tenía de hacerme comprender era hablar en mi idioma, así que chapurreó su alemán nativo. Comenzaba a ser algo tedioso. Tras señalar la dirección, exclamé: «¡Regrese!», y me di la vuelta para bajar por el camino lateral, hacia el valle.
Con un gesto de desesperación, Johann volvió sus caballos hacia Múnich. Me apoyé sobre mi bastón y lo contemplé alejarse. Marchó lentamente por un momento; luego, sobre la cima de una colina, apareció un hombre alto y delgado. No podía verlo muy bien a aquella distancia. Cuando se acercó a los caballos, éstos comenzaron a encabritarse y a patear, luego relincharon aterrorizados y echaron a correr locamente. Los contemplé perderse de vista y luego busqué al extraño pero me di cuenta de que también él había desaparecido.
Me volví con ánimo tranquilo hacia el camino lateral que bajaba hacia el profundo valle que tanto había preocupado a Johann. Por lo que podía ver, no había ni la más mínima razón para esta preocupación; y diría que caminé durante un par de horas sin pensar en el tiempo ni en la distancia, y ciertamente sin ver ni persona ni casa alguna. En lo que a aquel lugar se refería, era una verdadera desolación. Pero no me di cuenta de esta particularidad hasta que, al dar la vuelta a un recodo del camino, llegué hasta el disperso lindero de un bosque. Entonces me di cuenta de que, inconscientemente, había quedado impresionado por la desolación de los lugares por los que acababa de pasar.
Me senté para descansar y comencé a mirar a mi alrededor. Me fijé en que el aire era mucho más frío que cuando había iniciado mi camino: parecía rodearme un sonido susurrante, en el que se oía de vez en cuando, muy en lo alto, algo así como un rugido apagado. Miré hacia arriba y pude ver que grandes y densas nubes corrían rápidas por el cielo, de norte a sur, a una gran altura. Eran los signos de una tormenta que se aproximaba por algún lejano estrato de aire. Noté un poco de frío y, pensando que era por haberme sentado tras la caminata, reinicié mi paseo.
El terreno que cruzaba ahora era mucho más pintoresco. No había ningún punto especial digno de mención, pero en todo él se notaba cierto encanto y belleza. No pensé más en el tiempo, y fue sólo cuando empezó a hacerse notar el oscurecimiento del sol que comencé a preocuparme acerca de cómo hallar el camino de vuelta. Había desaparecido la brillantez del día. El aire era frío, y el vuelo de las nubes allá en lo alto mucho más evidente. Iban acompañadas por una especie de sonido ululante y lejano, por entre el que parecía escucharse a intervalos el misterioso grito que el cochero había dicho que era de un lobo. Dudé un momento, pero me había prometido ver el pueblo abandonado, así que proseguí, y de pronto llegué a una amplia extensión de terreno llano, cerrado por las colinas que lo rodeaban. Las laderas de éstas estaban cubiertas de árboles que descendían hasta la llanura, formando grupos en las suaves pendientes y depresiones visibles aquí y allá. Seguí con la vista el serpentear del camino y vi que trazaba una curva cerca de uno de los más densos grupos de árboles y luego se perdía tras él.
Mientras miraba noté un hálito helado en el aire, y comenzó a nevar. Pensé en los kilómetros y kilómetros de terreno desguarnecido por los que había pasado, y me apresuré a buscar cobijo en el bosque de enfrente. El cielo se fue volviendo cada vez más oscuro, y a mi alrededor se veía una brillante alfombra blanca cuyos extremos más lejanos se perdían en una nebulosa vaguedad. Aún se podía ver el camino, pero mal, y cuando corría por el llano no quedaban tan marcados sus límites como cuando seguía las hondonadas; y al poco me di cuenta de que debía haberme apartado del mismo, pues dejé de notar bajo mis pies la dura superficie y me hundí en tierra blanda. Entonces el viento se hizo más fuerte y sopló con creciente fuerza, hasta que casi me arrastró. El aire se volvió totalmente helado, y comencé a sufrir los efectos del frío a pesar del ejercicio. La nieve caía ahora tan densa y giraba a mi alrededor en tales remolinos que apenas podía mantener abiertos los ojos. De vez en cuando, el cielo era desgarrado por un centelleante relámpago, y a su luz sólo podía ver frente a mí una gran masa de árboles, principalmente cipreses y tejos completamente cubiertos de nieve.
Pronto me hallé al amparo de los mismos, y allí, en un relativo silencio, pude oír el soplar del viento, en lo alto. En aquel momento, la oscuridad de la tormenta se había fundido con la de la noche. Pero su furia parecía estar abatiéndose: tan solo regresaba en tremendos resoplidos o estallidos. En aquellos momentos el escalofriante aullido del lobo pareció despertar el eco de muchos sonidos similares a mi alrededor.
En ocasiones, a través de la oscura masa de las nubes, se veía un perdido rayo de luna que iluminaba el terreno y que me dejaba ver que estaba al borde de una densa masa de cipreses y tejos. Como había dejado de nevar, salí de mi refugio y comencé a investigar más a fondo los alrededores. Me parecía que entre tantos viejos cimientos como había pasado en mi camino, quizá hallase una casa aún en pie que, aunque estuviese en ruinas, me diese algo de cobijo. Mientras rodeaba el perímetro del bosquecillo, me di cuenta de que una pared baja lo cercaba y, siguiéndola, hallé una abertura. Allí los cipreses formaban un camino que llevaba hasta la cuadrada masa de algún tipo de edificio. No obstante, en el mismo momento en que la divisé, las errantes nubes oscurecieron la luna y atravesé el sendero en tinieblas. El viento debió de hacerse más frío, pues noté que me estremecía mientras caminaba; pero tenía esperanzas de hallar un refugio, así que proseguí mi camino a ciegas.
Me detuve, pues se produjo un repentino silencio. La tormenta había pasado y, quizá en simpatía con el silencio de la naturaleza, mi corazón pareció dejar de latir. Pero eso fue tan sólo momentáneo, pues repentinamente la luz de la luna se abrió paso por entre las nubes, mostrándome que me hallaba en un cementerio, y que el objeto cuadrado situado frente a mí era una enorme tumba de mármol, tan blanca como la nieve que lo cubría todo. Con la luz de la luna llegó un tremendo suspiro de la tormenta, que pareció reanudar su carrera con un largo y grave aullido, como el de muchos perros o lobos. Me sentía anonadado, y noté que el frío me calaba hondo hasta parecer aferrarme el corazón. Entonces mientras la oleada de luz lunar seguía cayendo sobre la tumba de mármol, la tormenta dio muestras de reiniciarse, como si quisiera volver atrás. Impulsado por alguna especie de fascinación, me aproximé a la sepultura para ver de quién era y por qué una construcción así se alzaba solitaria en semejante lugar. La rodeé y leí, sobre la puerta dórica, en alemán:
 
CONDESA DOLINGEN DE GRATZ
EN ESTIRIA
BUSCÓ Y HALLÓ LA MUERTE
EN 1801
 
En la parte alta del túmulo, y atravesando aparentemente el mármol, pues la estructura estaba formada por unos pocos bloques macizos, se veía una gran vigueta o estaca de hierro.
Me dirigí hacia la parte de atrás y leí, esculpida con grandes letras cirílicas:
 
Los muertos viajan de prisa
 
Había algo tan extraño y fuera de lo usual en todo aquello que me hizo sentir mal y casi desfallecí. Por primera vez empecé a desear haber seguido el consejo de Johann. Y en aquel momento me invadió un pensamiento que, en medio de aquellas misteriosas circunstancias, me produjo un terrible estremecimiento: ¡era la noche de Walpurgis!
La noche de Walpurgis en la que, según las creencias de millones de personas, el diablo andaba suelto; en la que se abrían las tumbas y los muertos salían a pasear; en la que todas las cosas maléficas de la tierra, el mar y el aire celebraban su reunión. Y estaba en el preciso lugar que el cochero había rehuido. Aquél era el pueblo abandonado hacía siglos. Allí era donde se encontraba la suicida; ¡y en ese lugar me encontraba yo ahora solo..., sin ayuda, temblando de frío en medio de una nevada y con una fuerte tormenta formándose a mi alrededor! Fue necesaria toda mi filosofía, toda la religión que me habían enseñado, todo mi coraje, para no derrumbarme en un paroxismo de terror.
Y entonces un verdadero tornado estalló a mi alrededor. El suelo se estremeció como si millares de caballos galopasen sobre él, y esta vez la tormenta llevaba en sus gélidas alas no nieve, sino un enorme granizo que cayó con tal violencia que parecía haber sido lanzado por lo míticos honderos baleáricos... Piedras de granizo que aplastaban hojas y ramas y que negaban la protección de los cipreses, como si en lugar de árboles hubieran sido espigas de cereal. Al primer momento corrí hasta el árbol más cercano, pero pronto me vi obligado a abandonarlo y buscar el único punto que parecía ofrecer refugio: la profunda puerta dórica de la tumba de mármol. Allí, acurrucado contra la enorme puerta de bronce, conseguí una cierta protección contra la caída del granizo, pues ahora sólo me golpeaba al rebotar contra el suelo y los costados de mármol.
Al apoyarme contra la puerta, ésta se movió ligeramente y se abrió un poco hacia adentro. Incluso el refugio de una tumba era bienvenido en medio de aquella despiadada tempestad, y estaba a punto de entrar en ella cuando se produjo el destello de un relámpago que iluminó toda la extensión del cielo. En aquel instante, lo juro por mi vida, vi, pues mis ojos estaban vueltos hacia la oscuridad del interior, a una bella mujer, de mejillas sonrosadas y rojos labios, aparentemente dormida sobre un féretro. Mientras el trueno estallaba en lo alto fui atrapado como por la mano de un gigante y lanzado hacia la tormenta. Todo aquello fue tan repentino que antes de que me llegara el impacto, tanto moral como físico, me encontré bajo la lluvia de piedras. Al mismo tiempo tuve la extraña y absorbente sensación de que no estaba solo. Miré hacia el túmulo. Y en aquel mismo momento se produjo otro cegador relámpago, que pareció golpear la estaca de hierro que dominaba el monumento y llegar por ella hasta el suelo, resquebrajando, desmenuzando el mármol como en un estallido de llamas. La mujer muerta se alzó en un momento de agonía, lamida por las llamas, y su amargo alarido de dolor fue ahogado por el trueno. La última cosa que oí fue esa horrible mezcla de sonidos, pues de nuevo fui aferrado por la gigantesca mano y arrastrado, mientras el granizo me golpeaba y el aire parecía reverberar con el aullido de los lobos. La última cosa que recuerdo fue una vaga y blanca masa movediza, como si las tumbas de mi alrededor hubieran dejado salir los amortajados fantasmas de sus muertos, y éstos me estuvieran rodeando en medio de1a oscuridad de la tormenta de granizo.
Gradualmente, volvió a mí una especie de confuso inicio de consciencia; luego una sensación de cansancio aniquilador. Durante un momento no recordé nada; pero poco a poco volvieron mis sentidos. Los pies me dolían espantosamente y no podía moverlos. Parecían estar dormidos. Notaba una sensación gélida en mi nuca y a todo lo largo de mi espina dorsal, y mis orejas, como mis pies, estaban muertas y, sin embargo, me atormentaban; pero sobre mi pecho notaba una sensación de calor que, en comparación, resultaba deliciosa. Era como una pesadilla..., una pesadilla física, si es que uno puede usar tal expresión, pues un enorme peso sobre mi pecho me impedía respirar normalmente.
Ese período de semiletargo pareció durar largo rato, y mientras transcurría debí de dormir o delirar. Luego sentí una sensación de repugnancia, como en los primeros momentos de un mareo, y un imperioso deseo de librarme de algo, aunque no sabía de qué. Me rodeaba un descomunal silencio, como si todo el mundo estuviese dormido o muerto, roto tan sólo por el suave jadeo de algún animal cercano. Noté un cálido lametón en mi cuello, y entonces me llegó la consciencia de la terrible verdad, que me heló hasta los huesos e hizo que se congelara la sangre en mis venas. Había algún animal recostado sobre mí y ahora lamía mi garganta. No me atreví a agitarme, pues algún instinto de prudencia me obligaba a seguir inmóvil, pero la bestia pareció darse cuenta de que se había producido algún cambio en mí, pues levantó la cabeza. Por entre mis pestañas vi sobre mí los dos grandes ojos llameantes de un gigantesco lobo. Sus aguzados caninos brillaban en la abierta boca roja, y pude notar su acre respiración sobre mi boca.
Durante otro período de tiempo lo olvidé todo. Luego escuché un gruñido, seguido por un aullido, y luego por otro y otro. Después, aparentemente muy a lo lejos, escuché un «¡hey, hey!» como de muchas voces gritando al unísono. Alcé cautamente la cabeza y miré en la dirección de la que llegaba el sonido, pero el cementerio bloqueaba mi visión. El lobo seguía aullando de una extraña manera, y un resplandor rojizo comenzó a moverse por entre los cipreses, como siguiendo el sonido. Cuando las voces se acercaron, el lobo aulló más fuerte y más rápidamente. Yo temía hacer cualquier sonido o movimiento. El brillo rojo se acercó más, por encima de la alfombra blanca que se extendía en la oscuridad que me rodeaba. Y de pronto, de detrás de los árboles, surgió al trote una patrulla de jinetes llevando antorchas. El lobo se apartó de encima de mí y escapó por el cementerio. Vi cómo uno de los jinetes (soldados, según parecía por sus gorras y sus largas capas militares) alzaba su carabina y apuntaba. Un compañero golpeó su brazo hacia arriba, y escuché cómo la bala zumbaba sobre mi cabeza. Evidentemente me había tomado por el lobo. Otro divisó al animal mientras se alejaba, y se oyó un disparo. Luego, al galope, la patrulla avanzó, algunos hacia mí y otros siguiendo al lobo mientras éste desaparecía por entre los nevados cipreses.
Mientras se aproximaban, traté de moverme; no lo logré, aunque podía ver y oír todo lo que sucedía a mi alrededor. Dos o tres de los soldados saltaron de su monturas y se arrodillaron a mi lado. Uno de ellos alzó mi cabeza y colocó su mano sobre mi corazón.
―¡Buenas noticias, camaradas! ―gritó―. ¡Su corazón todavía late!
Entonces vertieron algo de brandy entre mis labios; me dio vigor, y fui capaz de abrir del todo los ojos y mirar a mi alrededor. Por entre los árboles se movían luces y sombras, y oí cómo los hombres se llamaban los unos a los otros. Se agruparon, lanzando asustadas exclamaciones, y las luces centellearon cuando los otros entraron amontonados en el cementerio, como posesos. Cuando los primeros llegaron hasta nosotros, los que me rodeaban preguntaron ansiosos:
―¿Lo hallaron?
La respuesta fue apresurada:
―¡No! ¡No! ¡Vámonos.... pronto! ¡Éste no es un lugar para quedarse, y menos en esta noche!
―¿Qué era? ―preguntaron en varios tonos de voz.
La respuesta llegó variada e indefinida, como si todos los hombres sintiesen un impulso común por hablar y, sin embargo, se vieran refrenados por algún miedo compartido que les impidiese airear sus pensamientos.
―¡Era... era... una cosa! ―tartamudeó uno, cuyo ánimo, obviamente, se había derrumbado.
―¡Era un lobo..., sin embargo, no era un lobo! ―dijo otro estremeciéndose.
―No vale la pena intentar matarlo sin tener una bala bendecida ―indicó un tercero con voz más tranquila.
―¡Nos está bien merecido por salir en esta noche! ¡Desde luego que nos hemos ganado los mil marcos! ―espetó un cuarto.
―Había sangre en el mármol derrumbado ―dijo otro tras una pausa―. Y desde luego no la puso ahí el rayo. En cuanto a él... ¿está a salvo? ¡Miren su garganta! Vean, camaradas: el lobo estaba echado encima de él, dándole calor.
El oficial miró mi garganta y replicó:
―Está bien; la piel no ha sido perforada. ¿Qué significará todo esto? Nunca lo habríamos hallado de no haber sido por los aullidos del lobo.
―¿Qué es lo que ocurrió con ese lobo? ―preguntó el hombre que sujetaba mi cabeza, que parecía ser el menos aterrorizado del grupo, pues sus manos estaban firmes, sin temblar. En su bocamanga se veían los galones de suboficial.
―Volvió a su cubil ―contestó el hombre cuyo largo rostro estaba pálido y que temblaba visiblemente aterrorizado mientras miraba a su alrededor―. Aquí hay bastantes tumbas en las que puede haberse escondido. ¡Vámonos, camaradas, vámonos rápido! Abandonemos este lugar maldito.
El oficial me alzó hasta sentarme y lanzó una voz de mando; luego, entre varios hombres me colocaron sobre un caballo. Saltó a la silla tras de mí, me sujetó con los brazos y dio la orden de avanzar; dando la espalda a los cipreses, cabalgamos rápidamente en formación.
Mi lengua seguía rehusando cumplir con su función y me vi obligado a guardar silencio. Debí de quedarme dormido, pues lo siguiente que recuerdo es estar de pie, sostenido por un soldado a cada lado. Ya casi era de día, y hacia el norte se reflejaba una rojiza franja de luz solar, como un sendero de sangre, sobre la nieve. El oficial estaba ordenando a sus hombres que no contaran nada de lo que habían visto, excepto que habían hallado a un extranjero, un inglés, protegido por un gran perro.
―¡Un gran perro! Eso no era ningún perro ―interrumpió el hombre que había mostrado tanto miedo―. Sé reconocer un lobo cuando lo veo.
El joven oficial le respondió con calma:
―Dije un perro.
―¡Perro! ―reiteró irónicamente el otro. Resultaba evidente que su valor estaba ascendiendo con el sol y, señalándome, dijo―: Mírele la garganta. ¿Es eso obra de un perro, señor?
Instintivamente alcé una mano al cuello y, al tocármelo, grité de dolor. Los hombres se arremolinaron para mirar, algunos bajando de sus sillas, y de nuevo se oyó la calmada voz del joven oficial:
―Un perro, he dicho. Si contamos alguna otra cosa, se reirán de nosotros.
Entonces monté tras uno de los soldados y entramos en los suburbios de Múnich. Allí encontramos un carruaje al que me subieron y que me llevó al Quatre Saisons; el oficial me acompañó en el vehículo, mientras un soldado nos seguía llevando su caballo y los demás regresaban al cuartel.
Cuando llegamos, Herr Delbrück bajó tan rápidamente las escaleras para salir a mi encuentro que se hizo evidente que había estado mirando desde dentro. Me sujetó con ambas manos y me llevó solícito al interior. El oficial hizo un saludo y se dio la vuelta para alejarse, pero al darme cuenta insistí en que me acompañara a mis habitaciones. Mientras tomábamos un vaso de vino, le di las gracias efusivamente, a él y a sus camaradas, por haberme salvado. Él se limitó a responder que se sentía muy satisfecho, y que Herr Delbrück ya había dado los pasos necesarios para gratificar al grupo de rescate; ante esta ambigua explicación el maître d'hôtel sonrió, mientras el oficial se excusaba, alegando tener que cumplir con sus obligaciones, y se retiraba.
―Pero Herr Delbrück ―interrogué―, ¿cómo y por qué me buscaron los soldados?
Se encogió de hombros, como no dándole importancia a lo que había hecho, y replicó:
―Tuve la buena suerte de que el comandante del regimiento en el que serví me autorizara a pedir voluntarios.
―Pero ¿cómo supo que estaba perdido? ―le pregunté.
―El cochero regresó con los restos de su carruaje, que resultó destrozado cuando los caballos se desbocaron.
―¿Y por eso envió a un grupo de soldados en mi busca?
―¡Oh, no! ―me respondió―. Pero, antes de que llegase el cochero, recibí este telegrama del boyardo de que es usted huésped ―y sacó del bolsillo un telegrama, que me entregó y leí:
 
BISTRITZ
 
«Tenga cuidado con mi huésped: su seguridad me es preciosa. Si algo le ocurriera, o lo echasen a faltar, no ahorre medios para hallarle y garantizar su seguridad. Es inglés, y por consiguiente aventurero. A menudo hay peligro con la nieve y los lobos y la noche. No pierda un momento si teme que le haya ocurrido algo. Respaldaré su celo con mi fortuna.
 
Drácula.
 
Mientras sostenía el telegrama en mi mano, la habitación pareció girar a mi alrededor y, si el atento maître d'hôtel no me hubiera sostenido, creo que me hubiera desplomado. Había algo tan extraño en todo aquello, algo tan fuera de lo corriente e imposible de imaginar, que me pareció ser, en alguna manera, el juguete de enormes fuerzas..., y esta sola idea me paralizó. Ciertamente me hallaba bajo alguna clase de misteriosa protección; desde un lejano país había llegado, justo a tiempo, un mensaje que me había arrancado del peligro de la congelación y de las mandíbulas del lobo.

 
LA CASA DEL JUEZ
 
Próxima la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar solitario donde poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y también desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho tiempo sus encantos. Lo que buscaba era un pueblo donde nada le distrajera del estudio. Frenó sus deseos de pedir consejo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya conocido donde, indudablemente, tendría amigos.
Malcolmson deseaba evitar las amistades así que decidió buscar por sí mismo. Hizo su equipaje, tan sólo una maleta con un poco de ropa y todos los libros que necesitaba, y compró un billete para el primer nombre desconocido que vio en los itinerarios de los trenes de cercanías. Cuando al cabo de tres horas de viaje se apeó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que había conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y la tranquilidad necesarios para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la única fonda del lugar, y tomó una habitación para la noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban regularmente mercados, y una semana de cada mes era invadido por una enorme muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que pueda tener un desierto.
Al día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más aislada y apacible que una fonda tan tranquila como El Buen Viajero. Sólo encontró un lugar que satisfacía realmente sus más exageradas ideas acerca de la tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era la palabra apropiada para aquel sitio; desolación era el único término que podía transmitir una idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de construcción pesada y estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de lo acostumbrado y situadas más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada por un alto muro de ladrillos sólidamente construido. En realidad, daba más la impresión de un edificio fortificado que de una simple vivienda. Pero todo esto era lo que le gustaba a Malcolmson. He aquí —pensó— el lugar que estaba buscando, y sólo si lo consigo me sentiré feliz. Su alegría aumentó cuando se dio cuenta de que estaba sin alquilar en aquel momento.
En la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió mucho al saber que alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor Carnford, abogado local y agente inmobiliario, era un amable caballero de edad avanzada que confesó con franqueza el placer que le producía el que alguien desease alquilar la casa.
―A decir verdad ―señaló― me alegraría por los dueños, naturalmente, que alguien ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con ello el pueblo pudiera acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante tanto tiempo que se ha levantado una especie de prejuicio absurdo a su alrededor, y la mejor manera de acabar con él es ocuparla.... aunque sólo sea ―añadió, alzando una astuta mirada hacia Malcolmson― por un estudiante, que desea quietud durante algún tiempo.
Malcolmson juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del absurdo prejuicio; sabía que sobre aquel tema podría conseguir más información otro lugar. Pagó por adelantado tres meses, se guardó el recibo y el nombre de una señora que posiblemente se comprometería a ocuparse de él, y se marchó con las llaves en el bolsillo. De ahí fue directamente a hablar con la dueña de la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó las manos con estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse.
―¡En la Casa del Juez no! ―exclamó, palideciendo.
Él respondió que ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba situada.
Cuando hubo terminado, la mujer contestó:
―¡Sí, no cabe duda..., no cabe duda de que es el mismo sitio! Es la Casa del Juez.
Entonces él le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y qué tenía ella en contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban de esa manera, porque hacía muchos años (no podía decir exactamente cuántos, puesto que ella era de otra parte de la región, pero debían de ser al menos unos cien o quizá más) había sido el domicilio de cierto juez que en su tiempo inspiró gran espanto a causa del rigor de sus sentencias y de la hostilidad con la que siempre se enfrentó a los acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa no podía decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo, pero nadie la supo informar. De todos modos, el sentimiento general era de que allí había algo, y ella por su parte no aceptaría ni todo el dinero del Banco de Drinkswater si a cambio se le pedía que permaneciera una sola hora a solas en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson ante la posibilidad de que sus palabras pudieran preocuparle.
―Es que esas cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un caballero tan joven, se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan solo... Si fuera hijo mío, y perdone que se lo diga, no pasaría usted allí ni una noche, aunque tuviera que ir yo misma en persona y hacer sonar la gran campana de alarma que hay en el tejado.
La pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson, además de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto apreciaba el interés que se tomaba por él y luego, amablemente, añadió:
―Pero mi querida señora Witham, le aseguro que no es necesario que se preocupe por mí. Un hombre que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene demasiadas cosas en la cabeza para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos algos; por otra parte, mi trabajo es demasiado exacto y prosaico como para permitir que algún rincón de mi mente preste atención a misterios de cualquier tipo. ¡La progresión armónica las permutaciones, las combinaciones y las funciones elípticas son ya misterios suficientes para mí!
La señora Witham se encargó amablemente de su ministrarle provisiones, y fue en busca de la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él». Cuando, al cabo de horas, regresó con ella a la Casa del Juez, se encontró con la señora Witham, que le esperaba en persona, junto con varios hombres y chiquillos llevando paquetes, e incluso de una cama que habían transportado en una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque era posible que las sillas y las mesas estuvieran todas muy bien conservadas y fueran utilizables, no era bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que no había sido oreada desde hacía por lo menos cincuenta años. La buena mujer sentía todas luces curiosidad por ver el interior de la casa, y recorrió todo el lugar, pese a manifestarse tan temerosa que al menor ruido se aferraba a Malcolmson, del cual no se separó ni un solo instante.
Tras examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el comedor, que era espacioso como para satisfacer sus necesidades; y la señora Witham, con ayuda de la señora Dempster, la asistenta, procedió a ordenar las cosas. Una vez desempaquetados los bultos, Malcolmson vio que, con bondadosa previsión, la mujer le había enviado de su propia cocina provisiones suficientes para varios días. Antes de marcharse, la mujer expresó toda clase de buenos deseos y, ya en la misma puerta, se volvió para decir:
―Quizá, señor, ya que la habitación es grande y con muchas corrientes de aire, puede que no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor de la cama por la noche... Pero, la verdad sea dicha, yo me moriría de miedo si tuviera que quedarme aquí encerrada con toda esa clase de.... de cosas que asomarán sus cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrán a mirarme.
La imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó precipitadamente. La señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó un despectivo resoplido cuando se hubo ido la otra mujer y afirmó categóricamente que ella por su parte no se sentía en absoluto inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del mundo.
―Le diré a usted lo que pasa, señor, ―dijo― Los duendes son toda clase de cosas... ¡menos duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se caen solos en medio de la noche. ¡Observe el zócalo de la habitación! ¡Es viejo... tiene cientos de años! ¿Cree usted que no va a haber ratas y escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿Imagina usted que no va a verlos? ¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las ratas.... ¡y no crea otra cosa!
―Señora Dempster ―dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación de cabeza― ¡sabe usted más que un catedrático de matemáticas! Permítame decirle que, en señal de mi estima hacia su salud mental, cuando me vaya le daré la posesión de esta casa y le permitiré que resida aquí usted sola durante los dos últimos meses de mi alquiler, puesto que las cuatro primeras semanas bastarán para mis propósitos.
―¡Muchas gracias por su amabilidad, señor! ―respondió ella― Pero no puedo dormir ni una noche fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow y si pasara una sola noche fuera de mis habitaciones perdería todo los derechos de seguir viviendo allí. La reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una vacante para que yo me decida a correr el menor riesgo. Si no fuera por esto, señor, vendría con mucho gusto a dormir aquí para atenderle durante su estancia.
―Mi buena señora, he venido aquí con el propósito de estar solo, y créame que le estoy profundamente agradecido a difunto señor Greenhow por haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, de forma tan admirable que m vea privado por la fuerza de la oportunidad de tan terrible tentación. ¡San Antonio en persona no habría podido ser más rígido al respecto!
La vieja se rió secamente.
―¡Ah! ustedes los señoritos jóvenes se asustan de nada. Puede estar seguro de que encontrar aquí toda la soledad que desea.
Y se puso a trabajar en la limpieza y, al anochecer, cuando Malcolmson regresó de dar su paseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras paseaba) se encontró con la habitación barrida y aseada, un fuego ardiendo en la chimenea y la mesa servida para la cena con las excelentes provisiones de la señora Witham.
―¡Esto sí es comodidad! ―dijo mientras se frotaba las manos.
Tras terminar dé cenar volvió a sus libros: echó más leña al fuego, avivó la lámpara y se sumergió en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa hasta más o menos las once, cuando suspendió su tarea durante unos momentos para avivar el fuego y hacerse una taza de té. El descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una sensación de delicioso desahogo. El fuego reavivado saltó y chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la antigua habitación y, mientras tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la sensación de aislamiento de sus semejantes. Fue entonces cuando notó por primera vez el ruido que hacían las ratas.
Seguro que no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado estudiando ―pensó―. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta! Luego, mientras el ruido iba en aumento, se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran realmente nuevos.
Resultaba evidente que al principio las ratas se habían asustado por la presencia de un extraño y por la luz del fuego y la lámpara, pero a medida que pasaba el tiempo se habían vuelto más atrevidas, y ya se hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales.
¡Y eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás de la pared, por encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían, bullían, roían y arañaban! Malcolmson sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: los duendes son las ratas y las ratas son los duendes. El té empezaba a hacer su efecto estimulante sobre nervios y el estudiante vio con alegría que tenía ante sí una nueva inmersión en el largo hechizo del estudio antes de que terminase la noche, cosa que le proporcionó tal sensación de comodidad que se permitió el lujo de echar una ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en una mano y recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y hermosa como aquélla había permanecido abandonada. Los paneles de roble que recubrían las paredes estaban finamente labrados, y el trabajo en madera de puertas y ventanas era hermoso y de raro mérito. Había algunos cuadros viejos en las paredes, pero estaban tan cubiertos de polvo y suciedad que no pudo distinguir ningún detalle. En su recorrido se topó con alguna grieta o agujero bloqueados por la cabeza de una rata, cuyos brillante ojos relucían a la luz, pero al instante la cabeza desaparecía, con un chillido y un rumor de huida. Sin embargo, lo que más intrigó fue la cuerda de la gran campana de alarma del tejado, que colgaba en un rincón de la estancia, a la derecha de la chimenea. Arrastró hasta cerca del fuego una gran silla de roble tallado y se sentó para tomar su última taza de té. Cuando hubo terminado volvió a su trabajo, sentado en la esquina de la mesa con el fuego a su izquierda. Durante un rato las ratas perturbaron su estudio con su continuo rebullir pero acabó por acostumbrarse al ruido, del mismo modo que uno se acostumbra al tic-tac de un reloj o al rumor de un torrente; y así se sumergió de tal forma en trabajo que nada en el mundo, excepto el problema q estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él.
Pero de pronto, sin haber conseguido resolverlo, levantó la cabeza: en el aire notó esa sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible resulta para los que llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado. Desde luego, tenía la impresión de que había cesado hacía tan sólo unos instantes, y que precisamente había sido este repentino silencio lo que le había obligado a levantar la cabeza. El fuego se había ido apagando, pero todavía arrojaba un profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, y a pesar de toda su sangre fría, sufrió un sobresalto.
Allí, sobre la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la chimenea, había una enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto para ahuyentarla, pero la rata no se movió. Ante lo cual hizo ademán de arrojarle algo. Tampoco se movió, sino que le mostró encolerizada sus grandes dientes blancos; a la luz de la lámpara, sus crueles ojillos brillaban con una luz de venganza. Malcolmson se asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió hacia la rata para matarla. Pero antes de que pudiera golpearla ésta, con un chillido que parecía concentrar todo su odio, saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la campana de alarma, desapareció en la oscuridad donde no llegaba el resplandor de la lámpara, tamizado por una pantalla verde. Al instante, y eso fue lo más extraño, el ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble se reanudó.
Esta vez no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando el gallo cantó afuera se fue a la cama. Durmió tan profundamente que ni siquiera se despertó cuando llegó la señora Dempster para arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando la mujer, una vez barrida la estancia y preparado el desayuno, golpeó discretamente en el biombo que ocultaba la cama. Aún se sentía un poco cansado de su trabajo nocturno, pero una taza de té lo despejó pronto y, tomando un libro, salió a dar su paseo matutino. Encontró un sendero apacible entre los olmos, y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace.
A su regreso pasó a saludar a la señora Witham a darle las gracias por su amabilidad. Cuando ella le vio llegar a través de una ventana de su sanctasanctórum emplomada con rombos de vidrios de colores, salió a calle a recibirle y le pidió que pasase. Una vez dentro, miró inquisitivamente y negó con la cabeza al tiempo que decía:
―No debe trabajar tanto, señor. Esta mañana es usted más pálido que otras veces. Estar despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no es bueno. Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la noche? Espero que bien. ¡No sabe cuánto me alegré cuando la señora Dempster me dijo esta mañana que había encontrado tan profundamente dormido cuando llegó!
―Oh, sí, todo ha sido estupendo; todavía no me han molestado los algos. Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico un circo por todo el lugar. Había una, de aspecto diabólico, que se atrevió a subirse a mi propia silla, junto al fuego, y se habría marchado de no haberla yo amenazado con atizador; entonces trepó por la cuerda de la campana alarma y desapareció allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude verlo bien debido a la oscuridad.
―¡Dios nos asista! ―exclamó la señora Witham ¡Un viejo diablo, y sobre una silla junto al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay cosas muy verdaderas que se dicen en broma.
―¿Qué quiere usted decir?
―¡Un viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh, señor no se ría usted! ―pues Malcolmson había estallado una franca carcajada―. Ustedes, la gente joven, creen que es muy fácil reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa, señor! ¡No haga caso! Quiera Dios que pueda usted continuar riendo todo el tiempo. ¡Eso es lo que le deseo!
Y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento todos sus temores.
―¡Oh, perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es que la cosa me ha hecho gracia.... eso de que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado en mi silla...
Y al recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.
Aquella noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad se había iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos mientras les duró el susto causado por su imprevista llegada. Después de cenar se sentó un momento junto al fuego a fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su trabajo como otras veces. Pero esa noche las ratas le distraían más que la anterior. ¡Cómo correteaban de arriba abajo, por detrás y por encima! ¡Cómo chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras del zócalo, con sus ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se reflejaba en ellos el fulgor del fuego! Pero para el estudiante, habituado sin duda a ellos, esos ojos no tenían nada de siniestro; por el contrario, sólo veía en ellos un aire travieso y juguetón. A menudo, las más atrevidas hacían incursiones por el suelo o a lo largo de las molduras de la pared. Una y otra vez, cuando empezaban a molestarle demasiado, Malcolmson hacía un ruido para asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh» para que huyesen inmediatamente a sus escondrijos.
Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson fue sumergiéndose cada vez más en el estudio. De repente, alzó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita sensación de silencio. No se oía ni el más leve ruido de roer, chillar o arañar. Era un silencio de tumba. Entonces recordó el extraño suceso la noche anterior, e instintivamente miró a la silla que había junto a la chimenea. Una extraña sensación recorrió entonces todo su cuerpo.
Allá, al lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo alto, estaba la misma enorme rata mirándole fijamente con unos ojos fúnebres y malignos. Instintivamente tomó el objeto que tenía más al alcance de su mano, unas tablas de logaritmos, y se la arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata no se movió; a que tuvo que repetir la escena del atizador de la noche anterior; y de nuevo la rata, al verse estrechamente cercada, huyó trepando por la cuerda de la campana. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese seguida inmediatamente por la reanudación de ruido de la comunidad. En esta ocasión, como en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de estancia desapareció el animal, pues la pantalla de lámpara dejaba en sombras la parte superior de la habitación y el fuego brillaba mortecino.
Miró su reloj y observó que era casi medianoche, avivó el fuego y preparó una taza de té. Había trabajado perfectamente y se creyó merecedor de un cigarrillo; así pues, se sentó en la gran silla de roble tallado junto a la chimenea y fumó con delectación. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le gusta saber por dónde lograba meterse el animal, ya que empezaba a acariciar la idea de poner en práctica al día siguiente algo relacionado con una ratonera. En previsión de ello, encendió otra lámpara y la colocó de forma que iluminase bien el rincón derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos los libros que tenía, colocándolos al alcance de la mano para arrojárselos al animal si llegaba el caso.
Finalmente, levantó la cuerda de la campana de alarma y colocó su extremo inferior encima de la mesa, pisándolo con la lámpara. Cuando tomó la cuerda en sus manos no pudo por menos que notar lo flexible que era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que llevaba sin usar. Se podría colgar a un hombre de ella, pensó. Terminados sus preparativos, miró a su alrededor y exclamó, satisfecho:
—¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!
Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido, pronto se abandonó por completo a sus proposiciones y problemas. De nuevo fue reclamado por su alrededor. Esta vez no fue el repentino silencio lo que llamó su atención; había, además, un ligero movimiento de la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila de libros estuviese al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda. Pudo observar que la gran rata se dejaba caer desde la cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido movimiento, saltó de costado y esquivó el proyectil. Tomó entonces un segundo y luego un tercero, y se los lanzó uno tras otro, pero sin éxito. Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó su deseo de dar en el blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal lanzó un chillido terrorífico y, echando a su perseguidor una mirada de terrible malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde cuyo borde superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma, por la cual subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el repentino tirón, pero era pesada y no llegó a caerse. Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz de la segunda lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero en uno de los grandes cuadros colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa de polvo y suciedad.
Cogió los libros uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos mientras iba leyendo sus títulos. Secciones cónicas ni lo rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloideas, ni los Principia, ni los Cuaternios, ni la Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! Malcolmson lo tomó del suelo y miró el título y, al hacerlo, se sobresaltó y una súbita palidez cubrió su rostro. Miró a su alrededor, inquieto, y se estremeció levemente mientras murmuraba para sí: ¡La Biblia que me dio mi madre! ¡Qué extraña coincidencia!
Volvió a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas del zócalo volvieron a sus cabriolas. Sin embargo, ahora le molestaban; al contrario, su presencia le proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse y después de intentar inútilmente dominar el tema que tenía entre manos, lo dejó con desesperación y fue a acostarse, justo cuando el primer resplandor del amanecer penetraba furtivamente por la ventana que daba al este. Durmió pesadamente pero inquieto, y soñó mucho cuando le despertó la señora Dempster, ya muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal, durante algunos minutos no pareció darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su primer encargo sorprendió bastante a la criada.
―Señora Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que coja la escalera, saque el polvo y limpie bien todos esos cuadros.... especialmente el tercero a partir de la chimenea. Quiero ver qué hay en ellos.
Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcomson estudiando a la sombra de los árboles; a medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban progresivamente y fue volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había conseguido solucionar satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces le habían eludido, y se encontraba en un estado tal de euforia que decidió hacer una visita a la señora Witham en El Buen Viajero. La encontró en su confortable cuarto de estar, acompañada por un desconocido que le fue presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a gusto, y esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una serie de preguntas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era casual, así que dijo sin ambages:
―Doctor Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera hacerme, si primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo.
El doctor pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:
―¡De acuerdo! ¿De qué se trata?
―¿Le pidió a usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?
El doctor Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora Witham enrojeció vivamente y volvió la cara hacia otro lado; sin embargo, el doctor era un hombre sincero e inteligente y no dudó en contestar con franqueza:
―Así fue, en efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han sido mi torpeza y mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en fin, lo que me dijo fue que no le gustaba la idea de que estuviese usted en esa casa completamente solo, y tomando tanto té y tan cargado. Deseaba que yo le aconsejase que dejara el té y no se quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo también fui un buen estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la libertad de darle un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no le hablo como un extraño, sino como un universitario puede hablarle a otro.
Malcolmson le tendió la mano con una radiante sonrisa.
―¡Choque esos cinco!, como dicen en América. Le agradezco su interés, y también a la señora Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la misma moneda. Prometo no volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me autorice Y esta noche me iré a la cama a la una de la madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo?
―Estupendo. Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo caserón.
Malcomson relató con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue interrumpido de vez en cuando por las exclamaciones de la señora Witham hasta que finalmente, al llegar al episodio de la Biblia toda la emoción reprimida de la mujer halló salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le administró un buen vaso de coñac no se repuso. El doctor Thornhill lo escuchó todo con expresión de creciente gravedad, y cuando el relato llegó a su fin y la señora Witham quedó tranquila preguntó:
―¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma?
―Sí, siempre.
―Supongo que ya sabrá usted ―dijo el doctor tras una pausa― qué es esa cuerda.
―¡No!
―Es la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.
Al llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la señora Witham, y hubo que poner otra vez en juego los medios para que volviera a recobrarse. Malcolmson tras consultar su reloj, observó que ya era casi hora de cenar y se marchó a su casa tan pronto como ella se hubo recobrado. Cuando la señora Witham volvió totalmente en sí, asaetó al doctor Thornhill con coléricas preguntas acerca de qué pretendía metiendo aquellas horribles ideas en la cabeza del pobre joven.
El doctor Thornhill respondió:
―¡Mi querida señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era atraer su atención hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es posible que se halle en un estado de gran sobre excitación, por haber estudiado demasiado o por lo que sea, pero de todas formas me veo obligado a reconocer que parece un joven tan sano y fuerte mental y corporalmente como el que más. Pero luego están las ratas..., y esa sugerencia del diablo...Me habría ofrecido a ir a pasar la noche con él, pero estoy seguro de que eso le hubiera humillado. Parece que por la noche sufre algún tipo de extraño terror o alucinación, y de ser así deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos servirá de aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Esta noche me mantendré despierto hasta muy tarde y tendré los oídos bien abiertos. No se alarme usted, señora Witham, si Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana.
―Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir?
―Exactamente esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche oigamos la gran campana de alarma de la Casa del Juez.
Y el doctor hizo un mutis tan efectista como cabía esperar.
―Ya tiene allí demasiadas preocupaciones ―añadió.
Cuando Malcomson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de costumbre y que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa de Caridad Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró mucho de ver que el lugar estaba limpio y reluciente, alegre fuego ardía en la chimenea y la lámpara esta bien despabilada.
La tarde era muy fría para el mes abril, y soplaba un pesado viento con una violencia que crecía tan rápidamente que podía esperarse una buena tormenta para la noche. El ruido que hacían las ratas cesó durante unos pocos minutos tras su llegada, pero tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso rumor había algo que le hacía sentirse acompañado. Sus pensamientos retrocedieron hasta el extraño hecho de que las ratas sólo dejaban de manifestarse cuando aquella otra rata (la gran rata de ojillos fúnebres) entraba en escena.
Sólo estaba encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla verde mantenía en sombras el techo y la parte superior de la estancia, de tal modo que la alegre y rojiza luz de la chimenea se extendía cálida y agradable por el pavimento, brillaba sobre el blanco mantel que cubría la mesa. Malcomson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu alegre. Después de cenar y fumar un cigarrillo se entregó firmemente a su trabajo, decidido a que nada le distrajese pues recordaba la promesa hecha al doctor y quería aprovechar de la mejor manera posible el tiempo de que disponía.
Durante más de una hora trabajó sin problemas, luego sus pensamientos empezaron a desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales circunstancias en las que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud nerviosa no eran algo que pudiera despreciar. Por aquel entonces, el viento se había convertido ya en un vendaval, y el vendaval en una tormenta. La vieja casa, pese a su solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y la tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los viejos gabletes, produciendo extraños y aterradores sonidos en los pasillos y las estancias vacías. Incluso la gran campana de alarma del tejado debía de estar sufriendo los embates del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente, como si la campana estuviera moviéndose un poco, y el extremo inferior de la flexible cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y hueco.
Al escucharlo, Malcomson recordó las palabras del doctor. Se acercó al rincón de la chimenea y la tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía sentir como una especie de morboso interés por ella, y mientras la estaba observando se perdió un momento en conjeturas sobre quiénes habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de tener siempre ante su vista una reliquia tan macabra. Mientras permanecía allí, el suave balanceo de la campana del tejado había seguido comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora, de pronto, empezó a notar una nueva sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se estuviera moviendo a lo largo de ella.
Levantó instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente, bajaba hacia él mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con brusquedad, mascullando una maldición; la rata dio la vuelta, trepó de nuevo por la cuerda y desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio cuenta de que el ruido de las ratas, que había cesado hacía un momento, volvía a comenzar.
Todo esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la madriguera de la rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la otra lámpara, que no tenía pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro a la derecha de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior.
A la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas entrechocaron, pesadas gotas de sudor perlaron su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió armarse nuevamente de valor; tras una pausa de unos segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que una vez desempolvado y limpio era ya claramente distinguible.
Era el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz ganchuda de rojizo color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían una expresión terriblemente maligna. Contemplándolos, Malcomson sintió frío, pues en ellos vio una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó la lámpara de la mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres desde el agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de las demás. Pese a ello, volvió a reunir todo su valor y continuó examinando la pintura.
El juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la derecha de una chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una cuerda que yacía con su extremo inferior enrollado en el suelo. Con una sensación de horror, Malcomson reconoció en esa escena la habitación donde se hallaba ahora, y miró despavorido a su alrededor, como esperando hallar alguna extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que formaba la chimenea lanzando un grito desgarrado, dejó caer la lámpara que llevaba en la mano.
Allí, en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado aquella enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora diabólicamente intensa. Excepto el ulular de la tormenta, todo mantenía un completo silencio. La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era de metal y el aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de inmediato serenó sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se secó el sudor y meditó un momento.
―Esto no puede ser ―se dijo en voz alta―. Si sigo así voy a volverme loco. ¡Basta ya! Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios han debido llegar a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi vida me he encontrado mejor. Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a comportarme como un necio.
Se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su estudio. Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro, atraído por el súbito silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la lluvia golpeaba en ráfagas los cristales de las ventanas como si fuera granizo; en el interior de la casa, sin embargo, no se oía nada, excepto el eco del viento bramando por la gran chimenea como un arrullo de la tormenta. El fuego casi se había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor rojizo.
Escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó que debía de producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la campana la hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, observó sorprendido que la rata, agarrada a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por entero; se podía ver un color más claro en el punto donde las hebras internas habían quedado al descubierto. Mientras observaba, la tarea quedó completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía colgada, como una monstruosa borla o campanilla, del cabo superior, que empezó a balancearse a uno y otro lado.
Sintió por un momento otra oleada brusca de terror al darse cuenta de que la posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio había quedado cortada, pero este sentimiento fue reemplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando el libro que estaba leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes de que el proyectil pudiera alcanzarla, la rata se dejó caer y aterrizó en el suelo con un blando ruido. MalcoImson se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal salió disparado y desapareció en las sombras de la estancia.
Comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y decidió alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la pantalla de la lámpara para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disiparon las tinieblas de la parte superior de la estancia, y ante aquella invasión de luz, cegadora en comparación con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared destacaron limpiamente. Desde donde estaba Malcomson pudo ver, justo frente a él, el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó con sorpresa los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirle. En el centro del cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se veía el lienzo pardo tan limpio como cuando fue colocado en el bastidor. El fondo del cuadro estaba como antes, con la silla, el rincón de la chimenea y la cuerda, pero la figura del juez había desaparecido.
Estremecido de terror, fue girando lentamente, y entonces empezó a temblar como afectado por un ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían haberle abandonado, dejándole incapaz de hacer el menor movimiento, incluso casi incapaz de pensar. Sólo podía ver y oír. Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el juez, con su atuendo de púrpura y armiño, los fúnebres ojos brillando vengativos, una sonrisa de triunfo en la boca, firme y cruel, mientras sostenía en sus manos un negro birrete.
Malcomson notó que la sangre huía de su corazón, como lo que se siente en los momentos de prolongada ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin embargo, podía oír el bramar y el aullar de la tempestad y, atravesándola, deslizándose sobre ella, le llegaron las campanadas de medianoche, en grandes repiques, desde la plaza del mercado. Durante un tiempo que se le antojó interminable permaneció inmóvil como una estatua, casi sin respiración, con los ojos desorbitados, heridos de horror.
A medida que iba sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara del juez, y cuando hubo sonado la última campanada de medianoche se colocó el negro birrete en la cabeza. Lenta, deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó el trozo de cuerda que yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le produjese placer, y luego empezó a anudar uno de sus extremos. Apretó y comprobó el nudo con el pie, tirando fuertemente de él hasta quedar satisfecho, y entonces lo transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano. Después empezó a moverse a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba Malcomson, con la mirada fija en él, hasta que le rebasó; entonces, con un rápido movimiento, se colocó ante la puerta.
Malcomson empezó a darse cuenta en ese momento de que había caído en una trampa, e intentó pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en los ojos del juez que no se apartaban de él, y cuya mirada se veía forzado a sostener. Vio que el juez se le aproximaba (sin dejar de mantenerse entre la puerta y el joven), levantaba el lazo y lo arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con un gran esfuerzo hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado y la oyó golpear contra el suelo de roble. De nuevo levantó el nudo el juez y trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el estudiante consiguió evitarlo haciendo un poderoso esfuerzo. Esto se repitió muchas veces, sin que el juez pareciera desanimarse por sus fracasos, sino más bien gozar con ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre de su desesperación, Malcomson arrojó una rápida mirada a su alrededor. La lámpara parecía reavivada y una brillante luz inundaba la estancia. En las numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros del zócalo vio los ojos de las ratas; y esta visión, puramente física, le proporcionó un destello de bienestar. Miró y pudo darse cuenta de que la cuerda de la gran campana de alarma estaba plagada de ratas. Cada centímetro estaba cubierto de ellas, cada vez salían más a través del pequeño agujero circular del techo de donde emergían, de tal modo que, bajo su peso, la campana empezaba a oscilar.
Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero apenas había comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del tañido.
Al oírlo, el juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcomson, los levantó, y un gesto de diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron como carbones encendidos y golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció estremecer toda la casa. El pavoroso estruendo de un trueno estalló sobre sus cabezas al mismo tiempo que el juez volvía a levantar el lazo y las ratas seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el tiempo. Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue acercando a su víctima, y fue abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcomson, permaneció rígido como un cadáver. Sintió sobre su garganta los helados dedos del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó, colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y cogió el extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzar la mano, las ratas huyeron, chillando, por el agujero del techo. Tomando el extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcomson, lo ató a la cuerda que colgaba de la campana y entonces, descendiendo de nuevo al suelo, quitó la silla.
Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de inmediato un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la multitud se encaminó presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta, pero nadie respondió.
Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor iba a la cabeza de todos. El cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo de la cuerda de la gran campana de alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba una sonrisa maligna.