LECTORES DE BOLSI & PULP:

CONTACTOS:

¡HOLA AMIGOS! ESTAN EN BOLSI & PULP, SITIO IMPERDIBLE PARA AMANTES DEL PULP

¡HOLA AMIGOS! ESTAN EN BOLSI & PULP, SITIO IMPERDIBLE PARA AMANTES DEL PULP
PINCHEN EN LA IMAGEN SUPERIOR Y DISFRUTEN DE NUESTRA VARIADA BOLSITECA

LO MÁS VISTO EN EL BLOG DURANTE ESTA SEMANA ES...

lunes, 29 de diciembre de 2014

UN HOMBRE BUSCA A OTRO HOMBRE de LOU CARRIGAN (NOVELA COMPLETA)

 












Como ya todos deben saber, UN HOMBRE BUSCA A OTRO HOMBRE del maestro Lou Carrigan fue la novela que ganó nuestra encuesta navideña 2014. Esta es una novela de Western, perteneciente a la colección “Salvaje Oeste”, de la editorial Exclusivas Ferma. Publicada el 20 de marzo de 1959 con el número 43.

 
Esta novela no es un simple bolsilibro del Oeste más, pues se trata de la primera novela escrita y publicada por el maestro Carrigan. Simplemente una obra de culto y muy difícil de conseguir.

¡Disfrútenla y larga vida a los bolsilibros! 

Atentamente: ODISEO… Legendario Guerrero Arcano.
 

 
UN HOMBRE BUSCA A OTRO HOMBRE
 LOU CARRIGAN
 
 
 
 
 
 
ABEL KIRBY
 
 
 
 
 
Abel Kirby nació, se crió y se casó en Tejas. Hasta el momento que nosotros lo conoceremos, todo lo importante de su vida le ocurrió allí: en el Estado de la estrella solitaria, las enormes paraderas, los caballos cerriles y los hombres aún más cerriles, pero, según opinión de todo buen tejano, y todos lo son, para vivir en un país como Tejas, es necesario serlo.
Abel era tejano, cerril y valiente. Pero también era silencioso y austero, de hablar pausado y sanas costumbres. Era ambicioso, pero nada pedía a nadie porque también era orgulloso. Un hombre que intentaba bastarse a sí mismo en todas las dificultades que la vida le pudiera presentar. Poco a poco, silenciosamente, orgullosamente, Abel fue ganando dinero. Cazaba caballos, los domaba, y así, lento pero firme llegó el día en que se pudo comprar un trocito de terreno y criarlos y cruzarlos él mismo, sacando de su conocimiento de los nobles animales todas las ventajas posibles, y embolsándose el dinero que tiempo atrás, por no tener vallado propio, había ido pasando a las  manos de otros.
Entonces, por fin, a los veinticuatro años, se decidió a hablar con Helen.
Helen Duffy, también vivía en Aguadulce, y su padre tenía allí el único almacén del pueblo. Cuando Abel se presentó a él y, muy nervioso, le dijo que quería casarse con su hija y que ella estaba también dispuesta a vivir con él, el viejo sonrió y le dijo:
–Por mí, encantado, Abel. Parece que te costó un poco decidirte, ¿eh?
Se casaron, y un año después tuvieron un hijo. Le llamaron Lew, porque les parecía muy seco llamar ya Lewis a un niño, y la vida fue discurriendo serena y apacible en la pequeña casita que Abel había levantado para llevar allí a Helen. Con la casita, el terreno cobró más vida y, al atardecer, cuando Abel, cansado, daba de mano de su agotadora faena, les gustaba sentarse y contemplar las tonalidades rojizas del sol silueteando los nerviosos caballos. El pequeño Lew se entretenía alegremente con cualquier cosa cerca de ellos. Lo miraban, se miraban y se sonreían. Eran felices.
Con frecuencia, Abel bajaba a Aguadulce a comprar lo que necesitaban, y Helen y el niño le acompañaban. Pero a Abel no le gustaba llevar a Helen ya que veía que su hermosura, más plena que antes de casarse, llamaba demasiado la atención entre los forajidos que siempre encontraban en Aguadulce un reposo a sus fechorías. No tenía miedo, pero aunque manejaba el revólver lo bastante bien para hacer frente a cualquier situación, prefería no tener que enfrentarse con ninguno de aquellos desesperados. Cuando periódicamente, iba a cazar caballos, dejaba, no sin disgusto, a Helen y a Lew, con el padre de ella, y se desesperaba por volver a su lado, siempre con el temor de que al llegar iba a encontrarse con cualquier noticia desagradable.
Una de las veces que tuvieron que ir a Aguadulce a por provisiones, mientras Helen y Lew estaban dentro de la casa y Abel charlaba con su suegro, entró un muchacho algo más joven que Abel. Pálido, pero decidido, se dirigió directamente a Duffy y le pidió un revólver y unos cuantos cartuchos.
–Lo único que –dijo tímidamente–, no se lo voy a poder pagar ahora.
–¿No? ¿Cuándo entonces?
–En cuanto recupere el dinero que me han estafado unos pillos.
–¿Jugando? ¿Y juega usted sin revólver?
–No. Me lo han ganado también.
–Mal asunto. Me temo que no podré fiarle el revólver, muchacho.
Abel tocó al joven en un codo.
–A mí nunca me han estafado en el juego.
–Pues ha tenido suerte.
–No crea –sonrió Abel–, es que nunca juego.
–Gracioso, ¿eh? Supongo que debe estar orgulloso de ello.
–Bastante.
–Bien, de todas maneras a usted no le importa si yo juego     o no.
–Así es. Pero puedo prestarle un revólver…
–Eso no, Abel –dijo su suegro–. No te metas en líos.
–¿De veras está dispuesto a aprestarme un revólver?
Abel se encogió de hombros.
–Supongo que irá a enfrentarse con cualquiera de esos bandidos que hacen vida en el saloon, ¿no?
–Sí.
–¿Quiénes son?
–Howard, Foster y Duncan…
–¿Nada más? –Abel miró asombrado al irritado muchacho–. Bueno, supongo que no estará también Billy el Niño.
–¿Se está burlando de mí?
–No, no. Mire, aquí tiene el revólver –sacó su propio revólver y se lo tendió con la culata hacia él.
Charles Fellows cogió el arma, la basculó y miró las cápsulas.
Luego levantó la vista y entonces vio a Helen, que salía ya dispuesta a marcharse.
–¿Nos vamos ya, Abel?
–Ahora mismo. ¿Te gustaría ver morir a un hombre, Helen?
–¡Qué…!
–Nada, nada, era un broma. –Tendió la mano–. Adiós, señor Duffy. Supongo que tendremos que volver la semana próxima…
El pequeño Lew se agarró al pantalón de su padre y preguntó:
–Papá: ¿a quién van a matar?
–A este señor, Lew. Pero si a él no le importa, a nosotros tampoco, ¿verdad?
Fellows, sosteniendo con mano rígida el revólver, miraba como hipnotizado a Helen. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía a una mujer así?
–Oiga, a mí también me gusta. Y como es mi mujer…
El sonrojo sustituyó la palidez en la cara de Fellows.
–Perdone… No quise…
–Déjelo. Y si sale con bien de esto, espero que me devolverá el Colt, ¿no?
–Claro. ¿Dónde…?
–Suba por el río y cuando llegue a un ranchito pequeño, en el que verá los mejores caballos de los contornos, pregunte por Abel Kirby en ese rancho.
–Gracias. –El joven iba ya a salir cuando Abel le retuvo por la manga.
–¿Le importa esperar a que nos hayamos alejado nosotros, para empezar el tiroteo?
Se despidieron definitivamente del viejo Duffy y montaron en el carro.
Tirado por un par de buenos caballos, el carro se perdió pronto de vista, dejando tras él una nubecilla de polvo.
Fellows lanzó un suspiro y miró el revólver que le habían prestado. Vaciló y, por fin, se lo metió en la funda.
–Es mejor así, muchacho, no se arrepienta.
Se giró rápidamente y vio la amable sonrisa del dueño del almacén.
–De no morir siempre estamos a tiempo –siguió Duffy–, en cambio una vez muertos, ya no estamos a tiempo de vivir, ¿no le parece?
Fellows lo contempló con indiferencia. Otro gracioso. El otro al menos le había prestado el revólver. Señaló con la barbilla hacia la nubecilla de polvo que ya empezaba a posarse.
–¿Quién es ese hombre? Quiero decir, ¿qué hace?
–Cría caballo. Bueno, los caza, los doma, los cruza…
–Ya. ¿Se llama realmente, Abel Kirby?
–Claro. Es mi yerno.
–Muy bien. Entonces cuando lo vea puede devolverle el revólver.
Duffy contempló pensativamente el arma. Luego, negó con la cabeza.
–Es mejor que vaya usted a devolvérselo. Supongo que Abel se lo habrá dejado por algún motivo.
–No tengo caballo para ir allí.
–¿Tampoco tiene caballo? Bueno, si Abel se ha arriesgado a dejarle un revólver puede que yo deba prestarle un caballo para ir a devolvérselo.
–Gracias.
   
*   *   *
 
 
Así se inició la amistad entre Abel Kirby y Charles Fellows.
Fue una buena, sincera y discreta amistad a pesar de la vida algo irregular que llevaba Fellows. Sin embargo, Abel, jamás le reprochó nada, limitándose a darle ejemplo con su austeridad y honradez. Se aceptaron el uno al otro sin preguntarse nada del pasado, ni hacer averiguaciones sobre el porvenir. El único motivo que podía haber dado lugar a incidencias desagradables fue que Fellows se enamoró de Helen, y eso, haciendo honor a una amistad tan firme y libre, jamás lo demostró, callando su amor en lo más profundo y mejor de él.
Poco tiempo después, Abel tuvo que marchar a San Antonio para concretar una venta de una importante partida de caballos. Fellows, conocedor de sus temores cada vez que tenía que alejarse, se ofreció durante su ausencia a quedarse y durante esos pocos días cuidar de Helen y Lew. Abel vaciló, pero después de pensarlo detenidamente, accedió.
Cuando tres días después volvió, pasó por Aguadulce.
Y allí, en el almacén de su suegro, en un ataúd negro y triste, Helen yacía muerta, con señales de arañazos y violencias en su marfileña cara.
A partir de ese momento, Abel Kirby arrastró su mirada fría e indiferente por toda la Unión, buscando incesantemente, con paciencia, un solo rostro en un país que ya tenía más de cien millones.
Y durante seis años, Abel Kirby se convirtió en un hombre duro, concentrado y nuevo.
Un hombre solitario y áspero que quería vengar lo que más había querido y encontrar el fruto de ese amor: su hijo, el pequeño Lew Kirby.
El nombre de Abel Kirby dejó de sonar, y en su lugar, fue cobrando fama otro nombre.
Un nombre tan áspero como el hombre que se lo había apropiado:
JASON MAC CORMICK

 
1
 
 
Después de pasar el Cimarrón, Jason Mac Cormick contempló desde lo alto de los últimos pliegues orientales de Rocky Mountain, un pueblo pequeño y oscuro que le desagrado. Pero se había quedado sin municiones y sin comida, así que, con la perspectiva de proveerse de ambas cosas, comenzó a bajar lenta y cuidadosamente hacia S. Juan del Río, Nuevo Méjico.
Entró por única calzada central sobre un caballo cansado y negro que blanqueaba de sudor y polvo.
El suave toptop de los cascos de su cabalgadura sobre la colcha de polvo que cubría el suelo atraía miradas de curiosidad, lentas y obtusas.
Casi en el centro de la pequeña población, en la acera de tablas de la izquierda, Jason desmontó ante un bazar en el que aseguraban tener de todo.
Dejó el caballo suelto y ya en la acera notó el alivio de la sombra que proporcionaban los deteriorados porches. Un individuo alto y seco, retorcido, de ojos amarillos y manos blanquísimas, fijó en él una mirada despectiva y lenta que hubiese helado a un hombre pacífico. Estaba recostado en un poste y parecía esperar algo; Jason pasó por su lado pensando que más de un traganiños como ése se había llevado su merecido.
Iba a entrar en el bazar, pero se apartó cediendo el paso a una jovencita rubia y delgada, vestida de azul y con los ojos más azules que Jason Mac Cormick había visto en mucho tiempo. La muchacha le sonrió fugazmente como agradecimiento a su galantería y pareció querer dirigirse hacia una calesa vieja y algo pesada, que se quemaba al sol de la mañana algo más abajo del lugar en que Jason había dejado su caballo.
El hombre gordo y peludo que había salido tras ella, acompañándola hasta la puerta, miró a ambos lados de la calle, extrañado, y preguntó:
–Señorita Net: ¿no había venido con algunos muchachos?
–Sí…, pero no los veo…
–Estarán en el saloon… ¿Quiere que vaya a buscarlos?
Antes de que la muchacha tuviera tiempo de responder, el hombre de la mirada amarilla y las manos blancas se dirigió secamente al gordo.
–No te molestes, cerdo cebado. Yo me ocuparé de tan linda señorita.
El hombre palideció y miró consternado al pistolero.
–Bien… –Miró suplicante a Net y se hundió en la oscuridad de su bazar, con el corazón rápido y las piernas flojas.
Net miró de arriba abajo al pistolero, que aún inmóvil la miraba con un descaro insultante.
–Prefiero ir sola, pistolero.
Como si el hombre no existiese, la muchacha comenzó a caminar hacia la calesa.
Snack Roberts la dejó pasar, mirándola de reojo, y cuando Net ya le volvía la espalda la cogió de un brazo y la atrajo bruscamente, haciéndola girar.
Snack subió una de sus blancas manos hasta el lindo rostro de Net y la pasó por la mejilla en una caricia repulsiva. Su otro brazo soltó el de la muchacha y le rodeó el talle.
–¡Suélteme! –gritó Net.
Snack se limitó a sonreír reposadamente y acercó sus labios a los de Net, que los curvaba en una mueca de asco.
Unos cuantos hombres, en la acera de enfrente miraron hacia allí, pero permanecieron inmóviles y tensos. Otros, en la misma acera en que se desarrollaba la escena, apretaron los puños, pero su inmovilidad superaba a los del otro lado. Uno de estos últimos se tocó el revólver e hizo ademán de acercarse.
Una voz asustaba lo detuvo en seco:
–John: ¡es Snack Roberts!
El hombre palideció y su inmovilidad superó a la de todos.
Jason Mac Cormick vio como la boca del pistolero traganiños estaba a punto de posarse sobre la de la muchacha a pesar de los esfuerzos de ésta por evitarlo. Ella tenía la boca roja y llena, suave y fresca. La de él, era pálida y delgada, dura y cínica.
Dio unos pasos y tocó a Snack en un hombro.
–Déjela.
El pistolero vibro y velozmente se apartó de Net. Quedó a tres pasos del hombre que lo había privado de un placer caprichoso, mirándolo lentamente con sus ojillos amarillos y crueles. Jason ni siquiera lo miró otra vez. Cogió a Net del brazo para llevarla hasta la calesa.
Snack, que calculadoramente había estado estudiándolo, equivocó la actitud pacífica de Jason.
Cuando pasaron por su lado se plantó ante ellos y tranquilamente, con suavidad burlona, abofeteó a Jason en ambas mejillas. Lo hizo como un artista, exhibiéndose, esperando el aplauso.
El puñetazo de Jason Mac Cormick desdibujó su sonrisa reventándole el labio superior y haciéndole chocar contra uno de los débiles postes que sostenían el porche. Un movimiento general de inquietud se notó en los que estaban preguntándose cuánto le duraría el forastero a Snack Roberts.
Sin hacer caso de la sangre, que casi tan pálida como sus manos, sangre pobre, fluía de sus labios, Snack, recuperado el equilibrio, farfulló:
–De acuerdo… Ahora saque su revólver. –Y se inclinó hacia adelante.
Jason quedó rígido. Demasiado tarde recordaba…
–¿No? Entonces lo mataré así mismo, como a los cobardes.
Sacó el Colt derecho y, sin prisas, lo apuntó. Jason veía la boca del arma como un ojo ciego e impasible, opaco, que ansiase la luz del fogonazo.
–¡Eh, Roberts!
Más de cuarenta metros más abajo, tres hombres con atuendo de vaqueros, dos de ellos con revólveres y el tercero con un rifle, apuntaban a Snack.
–Guarde el revólver, Roberts –continuó el del rifle–. Y váyase. Y procure no dar a ningún hombre honrado la oportunidad que he tenido yo hoy.
Los tres vaqueros se acercaron y Snack, de mala gana, guardó el arma.
–Bonita escolta –riñó Net a los vaqueros–. ¿Para eso os he traído? No sólo no me ayudáis, sino que me dejáis a merced de cualquier pistolero que se le ocurra molestarme. ¿Dónde estabais?
–Pu… pues… nos… nos avisaron que usted… que usted  y Roberts…
Net meneó la cabeza con desagrado.
–¿Alguna vez se os ha ocurrido dejar de beber?
–¡No! –dijeron los tres al mismo tiempo.
–Bueno, dejémoslo. Echad de aquí al pistolero.
–Sí, señorita. –El del rifle chascó la lengua como azuzando a un perro y apoyó el cañón del rifle en las costillas de Snack–. He sido un idiota no matándole, Roberts. Ha sido una buena oportunidad y mi honrada conciencia no me hubiera remordido. Aproveche que aún no me he arrepentido y márchese.
Snack lo miró desdeñosamente y dijo:
–Las oportunidades deben aprovecharse…
–Eso es lo que estaba dispuesto a hacer usted, ¿no?
Snack encogió sus flacos hombros y miró a Mac Cormick, que soportaba estoicamente las miradas de desprecio del grupo que ya se había formado a su alrededor.
Los mismos hombres que quedaron petrificados de miedo, censuraban con sus miradas la cobardía del único que se había atrevido a intervenir.
–En cuanto a usted –escupió Snack–, espero que lo volveré a ver.
Jason se pasó la lengua por los labios, secos y ardorosos, y no contestó.
–Se ha librado de buena, amigo. Dígame: si no pensaba llegar al final, ¿por qué intervino? –preguntó el del rifle.
Net se acercó a Mac Cormick, cuyo mutismo parecía que fuese a convertirse en definitivo..
–Le agradezco su ayuda. Pero creo que es mejor que se vaya usted de San Juan del Río. No me ha parecido muy valiente a última hora.
Jason miró con algo de resentimiento a la desagradecida muchacha.
–No me importa lo que le haya parecido a usted.
–Ya lo sé. A ningún cobarde le importa lo que piensen de él. Tan sólo les importa vivir –hizo un gesto al vaquero–. Vámonos, Ciryl.
Cuando Net, ya en la calesa, se volvió para mirar –según ella creía, por última vez– al forastero que, con su cobardía, había decepcionado la atracción que en un principio sintiera hacia él por su gallarda apostura y su aspecto viril, ya no lo vio. Se encogió de hombros desdeñosamente.
«No ha perdido el tiempo en salir de aquí», pensó.
Recordó los ojos grises y duros del hombre y, de pronto, sintió una extraña soledad.
Movió las riendas y los caballos comenzaron a arrastrar la calesa. Los tres vaqueros, a caballo, la rodearon.
Desde dentro de la tiendabazar, Jason los vio marchar apoyado en el mostrador. En cuanto los perdió de vista se giró hacia el gordo y peludo dueño, que aún tenía un leve tinte de palidez.
–Deme seis cartuchos del cuarenta y cinco.
Arrojó unas monedas sobre el mostrador y sacó su vacío Colt. Lo abrió y esperó pacientemente a tenerlos ante él. Calmosamente, con todo cuidado, fue introduciendo una a una las seis cápsulas.
El dueño del local lo miraba con ojos desorbitados.
–¿Se metió usted con Snack Roberts llevando el arma descargada?
Jason enfundó el arma y preguntó a su vez:
–¿Dónde puedo encontrar a ese Roberts?
–Algo más abajo, en el saloon, supongo… Pero ¿va usted a...?
–Para dentro de diez minutos tenga preparados doscientos cincuenta cartuchos más, fósforos, café y manteca.
Sin hacer caso al boquiabierto hombre que quedaba tras de él, Mac Cormick salió a la acera de tablas. Un murmullo de comentarios le hizo sonreír duramente.
A uno de los allí parados le hizo un gesto. El hombre se acercó de mala gana.
–Vaya y dígale a Snack Roberts que aún estoy en San Juan del Río. Y que si de veras quiere algo de mí, que venga pronto. No me gusta este pueblo y quiero marcharme enseguida.
El hombre abrió la boca y quedó así unos segundos. Los que habían oído las palabras de Mac Cormick suspendieron la respiración. Antes que el mensajero reaccionase y partiese como una exhalación en busca de Snack, los comentarios habían sido ya sustituidos por un silencio que presagiaba muerte.
Mac Cormick, a través de la estrecha rendida de sus párpados, evitando el sol cegador de Nuevo Méjico, sonrió despectivo.
«Parecen cuervos esperando a la presa –pensó–. Sólo tendrán carroña.»
 Un nuevo murmullo, esta vez lleno de expectación fruiciosa, le avisó de que Snack Roberts acudía a su llamada.
Lo vio caminando ya hacia él, medio encogido, con las manos crispadas cerca de sus armas en un vano alarde, que no impresionó a Mac Cormick. Éste, como si fuese a dar un paseo, comenzó a caminar también.
La distancia se fue reduciendo. Cuando sólo les separaban veinte metros, Snack se paró. Jason pudo ver claramente su sonrisa de triunfo y sonrió a su vez, como si estuviesen gastándose mutuamente una agradable broma.
Ni detrás de Snack, ni detrás de Jason había nadie.
–Ya nos estamos viendo, Snack Roberts. ¿Complacido?
Snack comenzó a reír quedamente. Jason se puso en guardia porque se dio cuenta que los ojos del pistolero, por efecto de la risa, desaparecían entre los párpados casi completamente cerrados. Y en estas condiciones era muy difícil adivinar cuándo iba a disparar el otro.
Inesperadamente, Snack saltó hacia su izquierda, hacia detrás de uno de los postes del porche que resguardaba la acera del sol. Mac Cormick, instintivamente, se apoyó con una rodilla en el suelo, y el disparo de Snack creó sobre su cabeza un silbido restallante.
El de Mac Cormick salió alto y arrancó unos puñados de astillas del poste tras el que se parapetaba su enemigo.
Varias de esas astillas fueron a los ojos de Roberts, que se separó de su relativo refugio rugiendo de dolor y disparando a ciegas hacia donde había visto por última vez a Mac Cormik.
Jason, completamente ileso, disparó fríamente un único tiro más, que acalló instantáneamente las quejas de Roberts. Éste quedó completamente quieto, de pie durante unos segundos, como si estuviera contemplando, absorto, el negro y sanguinolento agujero que tenía en la frente. Después, completamente derecho, como si fuese un palo, cayó sobre las tablas, que despidieron un polvillo fugaz.
El vencedor se acercó tranquilamente al vencido. Lo volvió cara arriba, vio el orificio, y entonces se guardó el revólver.
El rumor de la gente, sonaba en sus oídos como una cosa lejana. Asombro, admiración, incredulidad… Bien, al menos éste merecía la muerte, pensó. Un hombre que hace un oficio del matar no merecía ninguna consideración.
De entre todas las exclamaciones, una pareció sobresalir:
–¡Y la señorita Fellows le llamó cobarde…!
El corazón de Mac Cormick pareció encogerse y miró hacia donde, desde dentro del bazar, había visto desaparecer la calesa rodeada de tres jinetes. El hombre peludo y gordo, ni siquiera estaba en el bazar cuando pasó a recoger lo que había encargado, pero llegó inmediatamente detrás de él. Jason sonrió burlonamente.
Sabía que súbitamente, se había convertido en un hombre importante para aquellos cobardes.
El acalorado dueño, sirvió con toda rapidez lo que antes le había pedido Jason.
–No lo había preparado… Es que… je, je…, bueno, no creí que pudiese volver a buscarlo. Buen disparo, ¿eh? Sí, sí, buen disparo. Una vez vi luchar a Kenna, y le aseguro…
–Cállese.
El hombre enmudeció. En pocos minutos tuvo listo el pedido de Jason. Éste pagó y se dirigió hacia la puerta. Al ir a salir vio en los ojos del tendero el deseo de decirle algo.
–Diga lo que sea.
–Mire, señor, yo no lo conozco y no debiera… Quiero decir que cada uno debe cuidar de sí mismo de una forma u otra…
–Diga lo que tenga que decir o cállese. Dígalo bien, claro y rápido.
–Sí, señor. Snack Roberts era el jefe de los pistoleros de     O’Felan. Ahora, los demás vendrán a buscarlo a usted…
–No me encontrarán. Me voy ahora mismo. De todos modos, gracias.
–Creerán que tiene miedo…
La mirada de Mac Cormick hizo sudar a su informador.
–También lo creyó Snack Roberts, ¿no?
–Sí, sí, claro… Je, je. Bueno…
Jason se volvió a medio camino entre el mostrador y la puerta.
–Dígame una cosa: ¿qué hace en este poblacho una banda de pistoleros?
–Ya se lo dije. Son los hombres de O’Felan. Los trajo de El Paso, para luchar contra Fellows. Son los dos grandes rancheros de la comarca, y creo que pronto sólo habrá uno.
Jason fue a preguntar más cosas, sobre todo acerca del apellido Fellows, pero se contuvo. Ya se enteraría de todo, sin necesidad de dar a conocer su interés por nadie.
 
 
2
 
 
La polvorienta carretera, le llevaría sin duda hacia donde le interesaba.
De cuando en cuando veía las rodadas recientes y se decía que una vez más se llevaría una decepción.
Charles Fellows. Seis años preguntando, indagando…, viviendo solo, acompañado únicamente del recuerdo… del silencioso recuerdo de los muertos. De la muerte, de Helen… Su Helen.
A veces se esforzaba por recordar su cara y no lo conseguía. ¡Qué pocas veces había conseguido recordarla con la nitidez del principio! ¡De cuando creyó que el dolor de su ausencia sería más fuerte que él! Una sonrisa amarga de burla para consigo mismo florecía en sus labios cuando recordaba su estrepitoso dolor. ¿Qué quedaba ahora de él?
¿Podía decir con nobleza que la venganza tenía objeto? Seis años… Son pocos y son muchos según para qué. Al cabo de esos años, podía decir que su ansia de venganza se había convertido en una rutinaria búsqueda de un hombre que…
De pronto se encontró pensando en los ojos azules de aquella muchacha, de Net… Eran grandes y limpios, llenos de vitalidad…Demasiada vitalidad para su carácter hosco y áspero…
–¿Y a mí qué me importa su vitalidad, ni sus ojos? –se dijo–. ¿Por qué tengo que relacionarla conmigo y con mi carácter?
Y tampoco le importaba que ella lo creyese un cobarde. En realidad no le importaba nada ni nadie. Y eso era malo. No se debe vivir con la única compañía del silencio de los muertos, el más angustioso de los silencios, el más sobrecogedor…
Una bifurcación del camino le hizo titubear. Se decidió por la bifurcación que se dirigía hacia su izquierda. No mucho después vio un galpón alto y de madera reseca. En lo alto, encima de tres círculos entrelazados grabados a fuego, estaba el nombre del dueño del rancho y la marca que tenía su ganado:
 

THREE CIRCLES RANCH

Cecil Fellows

 
 
Se paró ante la cerca, cerrada. Desde la casa, situada a unos trescientos metros vio venir a un jinete, que, por lo visto tenía prisa por llegar hasta él. El sol despiadado de mediodía arrancó algunos destellos al rifle que el presuroso jinete llevaba terciado sobre el pecho, como si lo acunase.
El vaquero, un muchacho joven, llegó hasta él, se paró y lo miró en silencio. Después, viendo que el forastero no parecía dispuesto a hablar, dijo:
–Diga lo que quiere o váyase.
–Eso es claridad. Muy bien, busco trabajo.
–No necesitamos vaqueros. Buenos días.
Jason sonrió amablemente.
–No busco trabajo de vaquero, muchacho. Tengo otras habilidades, y por lo que he oído en el pueblo, en el rancho son más necesarias las mías que las de ustedes… en estos momentos, al menos.
–¿Es usted pistolero?
Jason sonrió aún más amablemente, pero el vaquero sintió un escalofrío.
–¿Parezco un pistolero?
El muchacho, sin contestar, le abrió la larga cerca y dijo:
–Venga conmigo. El patrón decidirá si lo parece o no.
Mac Cormick entró y el vaquero lo dejó pasar. Después fue tras él y a su derecha, de tal modo que en cualquier momento dado el rifle podía apuntarle rápidamente. Jason lo notó, y mirando directamente al precavido muchacho soltó una carcajada que le hizo ruborizar.
Cuando llegaron ante la casa, el vaquero descabalgó y dijo:
–Espere aquí. Avisaré al patrón.
Jason descabalgó también y se sentó despreocupadamente en el porche, a la sombra. Sacó una bolsita de tabaco y comenzó a liar un cigarrillo.
Al mirar hacia el barracón de los vaqueros, vio, en la puerta, a uno de ellos que lo observaba sin disimulos. Estaba apoyado en la pared, buscando también la sombra. Tenía ambas manos, una sobre otra, encima de la boca de un rifle cuya culata descansaba en el suelo.
–Demasiada vigilancia –susurró Jason para sí.
Del interior del barracón salió un chiquillo. Habló algo con el hombre que vigilaba a Jason y poco después, giró la cabeza hacia éste. Sin pensarlo, encaminó sus cortos pasos hacia Mac Cormick.
Éste le vio venir. Cuando pudo verle bien la cara, el corazón le dio un vuelco.  El chiquillo llegó hasta él y se quedo mirándolo de frente, sin temor, con una mirada llena de expectación. Jason siguió fumando en silencio.
–¿Es usted un pistolero? ¿De verdad?
–Hay quien piensa que sí, pequeño.
–¿Es usted malo?
–Según para quién.
–¿Para quién es malo?
–Pues… no sé. Para los que se portan mal conmigo y con mis amigos, por ejemplo.
–¿Es usted muy valiente?
Mac Cormick soltó una carcajada.
–¡Hombre, no! Sólo lo necesario para seguir viviendo.
–Mi papá también era muy valiente.
–Lo supongo, pero si no me dices cómo te llamas no sabré quién era tu papá.
–Yo me llamo Lew Kirby. ¿Y usted?
Jason Mac Cormick consiguió que su voz no temblase al contestar:
–Jason Mac Cormick.
–Es un nombre bonito; me gusta.
–Me alegro. ¿Te molestaría ser amigo mío?
–No, señor.
–¡Cómo! ¿No te molestaría ser amigo de un pistolero?
–Charles dice que todos tenemos unas razones u otras para hacer las cosas malas y las cosas buenas. ¿Usted por qué es malo?
–¡Hombre, Lew! Yo no soy malo.
–Entonces, ¿por qué es pistolero?
–Pues… no sabría decírtelo, la verdad. Dime: ¿quién es ese Charles? Ese que dice esas cosas tan bonitas de los buenos y de los malos, ya sabes.
–Pues Charles es… Charles, eso es.
–¿No es tu padre?
–No, señor. Mi padre murió hace tiempo y entonces Charles me recogió.
–¿De veras? Entonces sin ninguna duda, Charles debe de ser muy bueno, ¿no?
–¡Ya lo creo!
–¿Cuántos años tienes, Lew? ¿Ocho?
–¿Cómo lo sabe?
Jason se encogió de hombros con su gesto característico.
–¿Te gustaría que viviese tu padre?
–Sí, señor. Y mi madre. Charles dice que eran muy buenos los dos. Él los quería mucho.
–Es posible. ¿Está Charles por aquí?
–No; está en Santa Fe. Ha ido a buscar pistoleros como usted.
Mac Cormick se removió molesto.
–Bueno, yo no soy un pistolero del todo, ¿sabes? Estoy seguro de no han oído hablar de mí. ¿Acierto?
–Sí, señor.
–No me llames más señor, Lew. Los amigos se tutean.
–Bueno.
–¿Para qué quiere Charles los pistoleros?
–Para luchar con los del señor O’Felan…
–Ese O’Felan… ¿es malo?
–¡Ya lo creo!
–¿Por qué estás tan seguro?
–Porque quiere estafar al señor Fellows, eso es. ¿Por qué me hace tantas preguntas?
–De algo hemos de hablar, ¿no te parece?
–Claro… ¿Tiene usted mucha puntería?
–Veo que no quieres tutearme. ¿Puntería? ¡Psé!
Lew señaló al vaquero que estaba apoyado en el barracón.
–¿Acertaría a Peter de un solo disparo?
–Claro. Es un blanco muy fácil.
–Pues él me ha dicho que antes de que usted pudiese mover un dedo lo acribillaría a balazos con el rifle. No se fía de usted.
–Bueno. Ya nos haremos amigos. Oye, Lew, ¿quién es Net?
–¿La conoce? –exclamó el chiquillo–. Ella también me quiere mucho.
–Pero ¿quién es?
–La hermana de Charles.
–¿Está…? Bueno: ¿tiene novio? En fin, ya me entiendes.
–No, y Charles tampoco. Charles dice que no se casará nunca.
–¿Por qué?
–No sé…
–Y aunque lo supiera –sonó la voz femenina– tiene por qué decírselo. ¿Qué le importa a usted?
 
 
3
 
Jason se levantó, se volvió a vio a la muchacha, cuyos limpios ojos azules lo miraban con graciosa hostilidad.
–Tiene razón, señorita. No me importa nada.
–Entones, ¿por qué está sonsacado a Lew?
–Para pasar el rato. Como me han hecho esperar tanto…
Al lado de Net estaba el vaquero que lo había llevado hasta allí y un hombre alto y recio, de porte elegante y mirada dura. Iba bien vestido, con buena ropa y llevaba un solo revólver en su costado derecho.
–Y además ha perdido el tiempo. ¿Es éste el hombre de aspecto peligroso, Spencer?
El vaquero asintió, moviéndose inquieto.
–Sí, señorita Net.
–Entonces, papá –dijo la muchacha dirigiéndose al hombre alto y recio–, dile que ya puede marcharse.
El hombre habló con voz profunda y agradable.
–¿Por qué? Parece realmente peligroso, Net.
–Pero no lo es. ¿Verdad, usted?
Jason le sonrió tan agradablemente que Net lamentó una vez más el comportamiento del hombre que estaba ante ella. Miró sus hombros anchos y duros y su cuello fuerte, de luchador, las manos grandes, su estatura proporcionada, y, sobre todo, el calmosos gris de sus ojos, que a pesar de su comportamiento insultante para con él, la miraban con simpatía. Era un hombre hecho… Tendría… treinta y tres o treinta y cuatro años. A Net le hubiese gustado confiar en él. Eso es: poder confiar en él.
Lástima.
–No me gusta alabarme, señorita, pero creo que tengo más de peligroso que de pacífico.
–Además veo que es usted un cínico.
Jason no pudo por menos de reír al ver el enfado de la muchacha.
–Supongo, Net que más tarde o más temprano nos explicarás tu actitud y la de este hombre.
–Sí, papá. Éste es el hombre del que te he contado que quiso ayudarme esta mañana cuando me molestó ese pistolero de O’Felan.
–¿El que luego se acobardó?
–Eso es.
El hombre miró duramente a Jason.
–¿Busca usted agradecimiento por lo que hizo esta mañana? Si es eso diga lo que quiere y se lo daré. ¿Cuánto?
Jason Mac Cormick miró irónicamente al hombre que le estaba ofendiendo. Después de seis años de búsqueda no lo iba a echar todo a rodar ahora que había llegado a la meta. Se contuvo y contestó tranquilamente:
–No quería dinero, señor Fellows. Sólo un empleo. Creo que necesita usted algunos hombres como yo.
–Se equivoca. Como usted no necesitamos a nadie. Supongo que lo que me ha contado mi hija es cierto, ¿no?
–Desde luego. No creo que haya mentido.
–Entonces, váyase. Si verdaderamente no ha venido buscando dinero, váyase. Y espero que comprenda que su comportamiento de esta mañana no es la recomendación más adecuada para venir a ofrecer unos servicios que no podría, más tarde, cumplir a satisfacción del que le pagase.
–Palabras muy duras, señor Fellows.
El vaquero se separó de su patrón y le apuntó con el rifle.
–Márchese ya.
–Déjalo, Spencer –dijo Net–; estoy segura que se irá sin necesidad de asustarlo. Vamos, baja ese rifle.
Jason rio con su risa baja y burlona.
–Por ser tan poco peligroso, señorita, sus hombres se ocupan demasiado de mí. Por lo menos eso me parece. –Y señaló hacia atrás con el pulgar, hacia el otro vaquero.
Net le hizo una mueca de burla.
–Eso es porque ni Peter ni Spencer le han visto como yo.
–Seguramente. Bien, supongo que el señor O’Felan no opondrá tantos reparos a proporcionarme un empleo. Lo siento, porque me son ustedes simpáticos.
Cecil Fellows avanzó un paso.
–Váyase. Spencer, acompáñalo.
Mac Cormick les volvió la espalda y bajó las escaleras.
Lew le tocó una mano.
–¿Es usted el que esta mañana defendió a Net?
–Sí.
–¿El que luego tuvo miedo de aquel pistolero?
–Yo nunca he tenido miedo a nadie, Lew.
–Entonces… ¿por qué no peleó con él?
–Te diré lo mismo que dice Charles: Todos tenemos unas u otra razones apara hacer las cosas bien hechas o mal hechas. Creo que es algo así, ¿no?
–¿Es usted un cobarde?
–No, Lew –sonrió–. Sólo a veces, y nada más que lo necesario para seguir viviendo, ¿comprendes?
–No mucho.
 –No importa. En otro momento te lo explicaré mejor. Ahora tengo que irme, porque si no, tu amiga Net se enfadará.
–¿Volverá a venir?
–Supongo que sí. ¿Te gustaría?
–Claro.
–Entonces volveré, puedes estar seguro…
Spencer le arrimó el cañón del rifle en las costillas, pero antes de que supiese cómo, se encontró desarmado. Milagrosamente, el hombre al que él creía un cobarde le estaba apuntando ahora con su propio rifle.
Y la sonrisa de sus labios paralizó cualquier reacción que hubiera podido intentar.
–Eres muy molesto, muchacho. Ya he dicho que me iba ahora mismo. Y no me gusta que me vayan arreando como a un buey manso. Y dile a tu compañero que está a mi espalda, que nada va a ocurrir, que baje su rifle.
El vaquero hizo un gesto a lo lejos.
–¿Ha bajado ya el rifle el que quería acribillarme a balazos, Lew?
–Sí…
–Tú no debes tenerme miedo, ¿verdad?
–Un poco…
–Mal hecho. –Jasón miró directamente a Cecil Fellows–. Le aseguro, señor Fellows que me agradaría trabajar para usted. Lo de ir a trabajar para O’Felan era una broma…
–No me gustan las bromas. Y le aseguro que no me preocupa en absoluto la ayuda que pueda usted prestar a O’Felan.
–De acuerdo –Jason devolvió el rifle a su dueño–. Durante unos días estaré en San Juan… Me llamo Jason Mac Cormick.
–Y tampoco me importa su nombre ni su paradero.
Jason Mac Cormick sonrió amistosamente.
–Hoy ya sé que no le importa, pero mañana… ¿quién sabe?
Montó en su caballo ágilmente. Desde la silla saludó a todos, lanzó una rápida mirada a Net, que lo miraba con los ojos muy abiertos, y partió hacia el pueblo que desde lo alto le había parecido tan feo y poco acogedor: San Juan.
Iba contento. Seis años de búsqueda habían concluido.       Y había encontrado a su hijo. Su hijo. Hermosa palabra. Con un poco de astucia no tardaría mucho en arreglarse todo. Después, cogería a su hijo y se irían a California… ¿Y Tejas? Jamás volvería a Tejas, jamás. Nada había allí que fuese bueno con él.… Sólo los muertos… Pero los muertos proporcionan tristeza, y él había encontrado a su hijo. No podía, pues, estar triste ya que había encontrado a un vivo.
Sus reflexiones le hicieron sonreír.
Más tarde llegó al pueblo, se hospedó en un fonducho y después de comer abundantemente, cuando el sol ya producía sueño, se acostó.
 
 
4
 
Al día siguiente, cuando Mac Cormick estaba limpiando sus armas concienzudamente, una llamada vigorosa a la puerta le hizo apuntar instintivamente hacia allí con el revólver que estaba engrasando.
Rápidamente, se dio cuenta de su error y cogiendo el que ya estaba en condiciones de funcionar, se puso a un lado de la puerta.
–Diga quién es.
–Cecil Fellows. Abra, Mac Cormick.
Éste abrió la puerta y miró sonriente a su visitante.
–Veo que recuerda mi nombre, señor Fellows.
–No es extraño. Se ha hecho usted famoso en San Juan.    Lo que me extraña es que aún esté vivo. Bueno, ante todo le diré que lamento lo de ayer…
–No se preocupe. Le dije que trabajaría gustoso para usted    y lo mantengo. Porque usted ha venido para contratarme, ¿no es cierto?
–Aunque pida más de lo que he venido dispuesto a pagarle.
–No tema, no soy muy ambicioso. Sólo exigiré una cosa. Usted espera para dentro de muy pocos días a su hijo, que ha ido a buscar unos cuantos pistoleros a Santa Fe. Pues bien, quiero ser el jefe de ellos…lo cual no quiere decir que mi precio suba.
–Acepto. Le daré…
–Ya hablaremos de eso. Ahora cuénteme con todo detalle qué es lo que espera usted que yo haga.
–De acuerdo… Oiga, antes una pregunta: ¿por qué no dijo ayer que cuando Roberts le desafió, no llevaba ni un solo cartucho en el revólver? Creo que nos hubiéramos ahorrado todos muchas molestias.
–Jamás he dado explicaciones a nadie, señor Fellows. Y sé por experiencia que las cosas se van sabiendo más tarde o más temprano. Confiaba en que usted no tardaría en enterarse de lo ocurrido y me llamaría. Lo que no creí es que viniese usted en persona a buscarme.
–Tenía que venir por otros asuntos…
–Ya; y ahora dígame de una vez qué es lo que ocurre.
–Muy bien. En esta región hay unos cuantos rancheros de escasa importancia y dos grandes. Yo soy uno de los grandes y el otro es O’Felan, Robert O’Felan… No sé si ya lo llevaba planeando hace tiempo, o si se le ha ocurrido repentinamente, el caso es que O’Felan se propuesto monopolizar todo el ganado de la región. A todos los pequeños rancheros les ha comprado sus reses a un precio irrisorio. Reses buenas, gordas y a punto de vender. Fíjese en que no compra el rancho, ni los pastos, ni los terrenos… No, él compra la res ya hecha, la res por la cual el ranchero ha invertido todo su dinero esperando, lógicamente, al final del rodeo, una recompensa monetaria, una ganancia justa y honrada. En el mercado más cercano, sólo yo puedo competir con él, y él lo sabe. Ahora, con el ganado que ha ido comprando reúne un número de cabezas bastante mayor que yo, pero él no se conforma con eso, sino que quiere también mi ganado, ¿comprende? El ganado por el que yo espero obtener todos los beneficios del año, el ganado que hemos cuidado, criado, engordado y marcado mis hombres y yo. Tan sólo con mi ganado, comprado como él pretende, a quince dólares por cabeza, ganaría un bonito puñado de miles de dólares. Y eso con el único gasto de pagar a los hombres que condujesen el rebaño.
–Bien. No se lo venda y en paz. No veo…
–¿Qué es lo que no ve?
–Quizá sea algo duro de mollera, pero no comprendo… ¿Para qué quiere los pistoleros, puesto que, por lo visto, ni le ataca ni le roba?
–Para impedir que mis hombres lleven el ganado fuera de la región. Él no roba y hasta ahora no ha matado más que unas cuantas cabezas, pero nosotros no podemos vender el ganado. En cuando intentamos sacarlo de los pastos de “La Olla”, donde ya lo tenemos reunido, sus hombres, esos malditos pistoleros… Perdone, no quise…
–Siga. No me ha ofendido.
Cecil Fellows se pasó la lengua por los resecos labios y siguió:
–Pues bien, cuando ya todo está preparado para la marcha, aparecen los pistoleros, cierran el paso a mis hombres, y, hasta ahora, han ido consiguiendo que el ganado vuelva cada vez a sus pastos.
–¿Sus hombres no van armados, señor Fellows?
–Sí, pero no pueden competir con los de O’Felan. Ellos son solamente vaqueros. Manejan regularmente el rifle y el revólver, pero…
–Comprendo. ¿Y el sheriff?
–¿Quién? –Fellows miró asombrado a Mac Cormick.
–El sheriff, o comisario, o lo que haya en este lugar..En una palabra: la ley.
–Déjese de bromas, Mac Cormick. Porque supongo que está bromeando.
–No, pero no se preocupe. A partir de hoy tendrá usted una ley muy poderosa: la mía. La ley que acabó con Snack Roberts.
–Ésa es la única ley que atenderán O’Felan y sus hombres.  Y cuando quiera podemos marchar hacia el Tres Círculos. Mi hija nos está esperando abajo…
–¿Su hija? Mire, señor Fellows: Net es una muchacha encantadora, pero si ella ha de intervenir y mezclarse en mis asuntos…
–Bien, bien, hombre. Pero no la vamos a dejar aquí, ¿no le parece?
–Por supuesto –sonrió–, aunque deberíamos hacerlo. Las mujeres sólo traen complicaciones.
Acabó de limpiar el revólver que tenía en las manos cuando llamó Fellows, lo cargó, y metiéndolo en la funda izquierda, vacía hasta entonces, cogió el sombreo y se lo encasquetó decididamente.
–Cuando usted quiera, señor Fellows.
Abrió la puerta, salieron al descansillo, torcieron a la izquierda, y comenzaron a bajar las estrechas escaleras que desde la planta llevaban al único piso.
Un rumor de conversaciones hizo titubear al ranchero. Mac Cormick también oyó unas carcajadas alegres y fuertes.
–¿Qué ocurre?
–Creo que es la voz de O’Felan. Y puede apostar a que no estará solo. Y mi hija está ahí.
Fellows quiso abalanzarse escaleras abajo, pero Jason lo detuvo por un brazo, sujetándolo con dedos de acero.
–¡Quieto! El pistolero soy yo, señor Fellows. No pierda la cabeza. Vamos a bajar tranquilamente, como si no supiéramos que nos esperan. Y no se apure por su hija. Vamos, y procure no estar muy cerca de mí.
Mac Cormick y el ranchero empezaron a bajar lentamente las escaleras.
Casi inmediatamente, apareció a sus ojos la escena, que si alteró a Fellows, no lo consiguió con Mac Cormick, situado a la derecha de aquél, y presto a saltar en cualquier momento sobre los que desde aquel instante eran sus enemigos.
A la izquierda de las escaleras estaba el mostrador sobre el cual se suponía que debía haber un libro para que se inscribieran los viajeros que se hospedasen en el “hotel”.
En ese mostrador, apoyado elegantemente, un hombre casi joven intentaba hacer reír con su manifiesto buen humor al pálido hombrecillo encargado de atender a los clientes. Cuando oyeron los pasos que anunciaban la presencia de Jason y Fellows, el hombrecillo miró hacia allí con los ojos más asustados que había visto Mac Cormick en su vida. Pero Mac Cormick se desentendió enseguida de estos dos personajes para fijar su atención en otros mucho más interesantes para él: tres pistoleros, con todas las características de su oficio, ocupaban la sala. Sin duda era esto lo que producía tanta risa y buen humor en el hombre elegante, que debía de ser, sin duda, O’Felan. Se sentía protegido.
Dos de los pistoleros estaban al lado de la puerta de entrada, casi juntos, mirando inexpresivamente a Mac Cormick. El otro, al que Mac Cormick prestó más atención que a nadie, estaba al lado de Net pero algo detrás, de tal manera que se escudaba parte del cuerpo con el de la muchacha.
Net estaba envarada, y en sus ojos se adivinaba que se daba perfecta cuenta de la angustiosa situación en que acababa de colocar a su padre, a Mac Cormick e, incluso, a ella misma.
La alegría de O’Felan aumentó aún más si ello era posible al ver aparecer a los dos hombres.
–¡Querido Fellows! –exclamó–. Precisamente buscaba a alguien con quien beber un trago. Este mamarracho no quiere, y como a mis hombres les tengo prohibido que cuando me pasean beban nada, estaba preguntándome con quien podría…
–Ven aquí, Net –dijo el ranchero, aunque sabía lo que iba a ocurrir.
Pero Net no pudo ni acabar de levantarse, porque el pistolero que estaba a su lado, confirmando los temores de Fellows, la cogió del hombro y la hizo sentar nuevamente.
–¿Lo ves, Fellows? –O’Felan soltó una carcajada–. A tu hija le gusta estar con Jim. Vamos, vamos, no te preocupes que nada le va a pasar. En realidad sólo hemos venido a para conocer al hombre que, según dicen, se deshizo tan limpiamente de Snack. Claro que se puede aprovechar el tiempo y hablar de negocios, ¿no te parece? Dime, Fellows: ¿sigue pareciéndote poco quince dólares por cabeza?
–Sí.
–Muy bien. Supongo que ése es tu pistolero, ¿eh?
Mac Cormick, que había estado estudiando al pistolero que estaba al lado de Net, vio la ocasión de intervenir y aprovechó la oportunidad. O’Felan no había acabado aún su pregunta cuando Mac Cormick, con una rapidez que desafió las vigilantes miradas de los pistoleros, sacó el revólver y disparo dos veces contra el pistolero que estaba al lado de Net.
Los dos balazos dieron en el hombro izquierdo del pistolero, tan juntos que la mancha de sangre que comenzó a extenderse rápidamente, era una sola.
Pero esto lo vieron más tarde porque el herido, por la fuerza de los impactos giró sobre sí mismo dando un alarido y cayó al suelo sin sentido.
Para cuando los dos pistoleros restantes quisieron reaccionar, Mac Cormick ya los miraba con una sonrisilla burlona, apuntándolos descuidadamente con el humeante Colt.
Net se levantó rápidamente y corrió al lado de su padre.
Sólo entonces habló Mac Cormick, dirigiéndose a O’Felan.
–En efecto, soy el pistolero de Fellows. ¿No cree que es un dinero bien invertido?
–Eso parece.
–Si aún no está seguro puedo hacerle unas cuantas demostraciones más.
O’Felan sonrió melosamente.
–No, no es necesario… por ahora. Pero quizás haya más ocasiones, ¿no le parece?
–A su gusto por esta vez, O’Felan. Pero recuerde que la próxima vez decidiré yo. –Miró duramente a los pistoleros–.   Y a vosotros os digo: marcharos de San Juan del Río. No me gustan los pistoleros baratos. Marcharos porque si os vuelvo a ver ante mí, no os perdonaré.
Los pistoleros permanecieron inmóviles, con las manos algo levantadas y la fría mirada fija en Mac Cormick.
–Muy gracioso, joven, muy gracioso… –deslizó O’Felan; y a continuación se dirigió a los petrificados hombres con los que segundos antes se había sentido tan seguro–. Vosotros, recoged a ése y vámonos, ya que el señor… señor…
Mac Cormick comprendió los deseos de O’Felan y dijo:
–Mi nombre es Jason Mac Cormick.
Una palidez de plata se extendió por los rostros de los dos pistoleros. Al mismo tiempo, una extraña debilidad se apoderó de sus piernas. Mac Cormick pudo ver el leve temblor de sus alzadas manos y sonrió.
–Veo que mi nombre significa algo para vosotros. Mejor. Así os daréis más prisa en desaparecer.
O’Felan se dirigió esta vez a Fellows:
–Buen elemento, Fellows. Lástima que te durará poco …
–Márchese ya, O’Felan –interrumpió Mac Cormick–, y oiga bien lo que voy a decirle: el señor Fellows no tiene ningún deseo ni interés en venderle a usted su ganado. Por lo tanto, cualquier día de éstos…, mañana, o pasado, sus vaqueros arrearán el ganado hacia su destino. Yo iré con ellos, y quisiera no tener que intervenir, ¿comprende?
–Desde luego, desde luego, pero…
–No diga nada más. Ya puede marcharse.
–Quería decirle…
–No tiene nada que decir ya, O’Felan. Tan sólo, hacer. Despida a sus hombres que no sean vaqueros y me olvidaré de usted.
–Yo, en cambio, no me olvidaré de usted, Mac Cormick.
–Le alabo el gusto. Y ahora, por última vez, O’Felan: márchese. Márchese…, o saque el revólver, lo que prefiera.
O’Felan sonrió más melosamente que antes.
–No llevo revólver. Si hubiese disparado contra mí hubiese cometido un asesinato. Y la ley…
Jason soltó una carcajada.
–¿La ley? Muy bien, voy a cometer un asesinato para que la ley me persiga.
Disparó rápidamente y la bala arrancó el sombrero de la cabeza de O’Felan. Éste quedó más blanco que su limpísima camisa. Mac Cormick movió la cabeza con un gesto perplejo.
–Ceo que tendré que practicar un poco. Hala, fuera. Y llevaros a ése.
Mac Cormick bajó los escalones tras los humillados hombres que habían venido a buscarlo, seguramente como una distracción, creyendo encontrar una pieza fácil que por una de esas extrañas y poco frecuentes casualidades había conseguido vencer a Snack Roberts.
Sin enfundar el revólver, contempló desde la puerta cómo cargaban al herido en su caballo, montaban luego cada uno en el suyo, y tras una mirada unánime de rencor al hombre que los había vencido, picaban espuelas hacia la salida sur del poblado.
Mac Cormick expulsó las tres cápsulas vacías, puso tres nuevas y guardando el Colt entró en el “hotel”.
 
 
5
 
Fellows se adelantó a su encuentro con un gesto ansioso de agradecimiento. Net, recobrada ya de del susto que había pasado y de la preocupación que le había producido la situación, lo miraba medio sonriente, con algo de timidez, desde el sillón en que se había vuelto a sentar.
Jason interrumpió a Fellows en sus palabras de agradecimiento.
–Creo que he precipitado los acontecimientos, ¿no?
–Eso me temo, sí.
–En el rancho han quedado los vaqueros, ¿no es eso?
–Sí.
–Pues volvamos rápidamente, porque supongo que si O’Felan atacase ahora, sus hombres se verían apurados.
–Desde luego. Vámonos, Net.
El hombrecillo, que había recobrado su tranquilidad, le trajo el caballo a Mac Cormick.
Éste, sin molestarse en ayudar a Net a subir a la calesa, palmeó el cuello al animal cariñosamente, y luego, de un salto suave y seguro, quedó sobre la silla.
Ya a punto de marchar, Cecil Fellows dijo:
–En cuanto a mi hija, siento que al haber querido venir haya dado lugar a…
–¡Oh, déjelo! Yo ya sabía que las mujeres no traen más que complicaciones, ya se lo dije.
Net lo miró con una furia que abrillantó sus ojos.
–¡Es usted un bruto! ¡Y un creído, y un… un…!
–Cálmate, Net –dijo su padre–, el señor Mac Cormick no ha querido molestarte, ¿verdad, Mac Cormick?
Éste se encogió de hombros.
–Me es indiferente.
Net sintió cómo el calor del sonrojo subía a su cara. Parecía a punto de estallar y Jason tuvo que reconocer que estaba preciosa. Net consiguió contenerse y durante todo el camino hasta el rancho no despegó los labios, dirigiendo de cuando en cuando oblicuas miradas a Mac Cormick, que fingía no darse cuenta ni siquiera de que Net estaba al lado de su padre.
Cuando llegaron a la cerca desde la que se divisaba la casa, un vaquero la abrió y saludo a su patrón y a su hermosa hija.   A Mac Cormick lo miró con curiosidad. No le había visto nunca pero por las conversaciones que había oído a sus compañeros se figuró quien era.
–¡Allí est, Lew! –señaló Jason–. ¿Le importa que pasemos a recogerlo, señor Fellows?
Pero Lew ya los había visto y empezó a correr desde donde estaba hacia la casa.
Llegaron casi al mismo tiempo, y cuando Jason desmontó Lew le saludó alegremente:
–¡Hola, señor Jason Mac Cormick!
–¡Hola, Lew! Como ves cumplí mi palabra: he vuelto.
–Me alegro… Y tú también, ¿verdad, Net?
Net se sonrojó intensamente.
–¿Yo? ¿Por qué? ¡Qué tontería!
Lew, que aún no sabía de la deliciosa hipocresía de las mujeres, quedó con los ojos muy abiertos, mirando a Net. Por fin, dijo:
–Pues ayer dijiste…
–Bueno, bueno, Lew –intervino Jason–, no me importa lo que dijese la señorita Net.
Net salió corriendo hacia el interior de la casa, detrás de su padre.
Mac Cormick, sonriendo, la vio marchar. En cuanto comprendió que Net no lo iba a oír, preguntó a Lew:
–Veamos, Lew: ¿qué dijo Net?
–Pues que era una lástima que usted fuese un cobarde y que le hubiese gustado que se quedase aquí. Se alegró mucho cuando vino Joe del pueblo y contó como le había ganado usted a aquel pistolero malo que se llamaba Snack… ¿Me lo cuenta?
–Ahora, no. ¿Y qué más dijo Net?
–Nada, pero esta mañana estaba muy contenta porque convenció al señor Fellows para que la dejase ir con él a buscarlo a usted.
–¿Y a qué ha ido el señor Fellows a San Juan?
–A buscarlo a usted, ya se lo he dicho.
–¿Nada más que a eso?
–Claro.
–Muy bien. Eso es todo lo que quería saber… Oye: ¿tú entiendes de caballos?
A Lew le brillaron los ojos.
–¡Sí, señor! Charles dice que en eso me parezco mucho a mi padre. Mi padre entendía mucho de caballos, ¿sabe?
–A ver si es verdad que entiendes. ¿Dónde están los caballos?
–¿Quiere verlos?
–Eso es.
Poco después se encontraban ante un cercado en el que retozaban a sus anchas unos cuarenta caballos de buen aspecto.
Mac Cormick se apoyó en la cerca fumando un cigarrillo que no tardó en apagársele. Si todo iba bien, pensó, no tardaría mucho en volver a criarlos él. Volvería a tener caballos, un ranchito pequeño, y enseñaría a Lew todo cuanto se debe saber sobre caballos. Eso es. Su hijo tenía que saber tanto como él.
–¿Cuál te parece el mejor, Lew?
Al chiquillo le brillaron los ojos.
–Ese bayo. Pero no me dejan montarlo.
–Buen ojo. ¿Qué no te dejan montarlo? ¿Por qué?
–Porque es un asesino. Tiene malos instintos.
–Mentira. ¿Tienes miedo?
–No, señor.
Jason estuvo a punto de decirle otra vez que no le llamase de usted, pero se contuvo. Tiempo habría de todo.
–Entonces, ven. –Se dio cuenta de que Lew miraba frutivamente a su alrededor–. ¿Qué miras? No te dirán nada; ven.
Tranquilamente, Jason se acercó al bayo, que alzó la cabeza y lo miró con sus ojos grandes e inteligentes.
La áspera mano de Mac Cormick se deslizó prudentemente por el cuello del animal, que permaneció quieto, con las orejas erguidas y los ollares dilatados. A su lado, Lew, escuchó las palabras cariñosas que un hombre solitario sabía dirigir a los caballos.
Admirado, observó como el temido Rojizo se iba calmando y moviendo la cabeza arriba y abajo.
Un minuto después, sin decir palabra, Mac Cormick cogió a su hijo en brazos y lo puso sobre el lomo del animal, que instantáneamente, se movió inquieto.
–Ooooo…. quieto, quieto, pequeño…
Lew miró intranquilo al hombre que, desobedeciendo todas las órdenes dadas al respecto, lo montaba sobre Rojizo. Montado a pelo, sentía el calor del caballo en las piernas y la vibración de sus potentes músculos.
Cogiéndolo por las crines, Mac Cormick hizo avanzar al animal unos pasos, primero dificultosamente, luego, con suavidad.
Lew empezó a sonreír, pero entonces se sintió arrancado de su ansiada montura y bajado al suelo por los fuertes brazos de Mac Cormick.
Lo miró e iba a preguntar algo cuando vio el extraño brillo en los ojos del que él creía que era un pistolero.
–Sal del cercado, Lew. Yo montaré este caballo. Lo domaré para ti.
–Pero…
–Anda, anda…
Lew marchó contrariado a apoyarse en la parte de afuera de la cerca y se sorprendió al ver allí a Net, que tan absorta estaba mirando a Jason que ni le miró a él.
Mac Cormick ya había montado. Pero, al parecer, el animal no sentía lo mismo hacia el nuevo jinete, porque empezó a ponerse nervioso y corcovear. Como viera que no conseguía deshacerse de su molesta carga, se enfureció y pocos segundos después, Mac Cormick volaba por los aires en una pirueta desgarbada. Cayó duramente en el suelo, levantando una polvareda considerable.
Aún no había acabado de levantarse cuando oyó una risa fina y burlona que reconoció en el acto. Miró hacia donde había sonado la risa y, efectivamente, vio a Net que se estaba burlando de él.
Se dirigió hacia allí, salió del cercado, y pasó junto a Net y Lew.
–Mala suerte, ¿eh? –dijo Lew, muy serio.
–Sí. Siempre lo verás así cuando tengas mujeres cerca.
 
 
6
 
La noche llegó cálida y tranquila, con una enorme luna llena que daba un tono casi azul a la tierra.
Eran las noches que gustaban a Mac Cormick, llenas de luz suave y de los recuerdos agradables… Porque también tenía recuerdos agradables, no todo era la tristeza de su soledad.
Los vaqueros, tumbados por el suelo, charlaban, fumaban y reían, contándose toda clase de aventuras amorosas. Lo preocupación de lo que podía ocurrir a su patrón con la cuestión del ganado no era obstáculo para que de noche, como todas las noches que el tiempo lo permitía, se reunieran a gozar de uno de los pocos momentos de descanso que tiene la dura vida de vaquero.
Jason se encontraba a gusto entre aquellos muchachos de manos grandes y piernas ligeramente arqueadas unos, y como herraduras otros, que, afortunadamente, eran los menos.
Pero a los vaqueros no suelen gustarles los pistoleros, ni los tahúres, ni los cuatreros, ni, sobre todo, los ovejeros. Y Jason sabía que al estar catalogado entre los primeros, su presencia allí, enrarecía el ambiente a que estaban acostumbrados.
Así, pues, en cuanto vio que podía marcharse sin llamar la atención, o sea sin que los vaqueros supiesen que él comprendía la fría indiferencia con que se le acogía, se separó de ellos y fumando un cigarrillo se fue acercando casi sin darse cuenta a la amplia y blanca casa que ocupaban los Fellows.
Los Fellows. Buena gente. ¿Qué dirían, qué pensarían cuando supiesen la verdadera razón de que él estuviese allí? Estaba comiendo su pan y su sal. Claro que no era más que una retribución interesada a lo que esperaban que hiciese por ellos, pero eso no quitaba que sus pensamientos de venganza, que no pensaba abandonar por nada ni por nadie, fuesen quizás un pago brutal, desprovisto completamente de sentimientos…
«También Charles comió mi pan y mi sal», pensó.
Charles no podía ya tardar mucho en regresar, según había oído. Y entonces… Entonces pensó en Net, con sus ojos grandes y azules, limpios y brillantes, y sintió una extraña punzada en el corazón.
«¿Se puede amar más de una vez?», pensó.
Siguiendo el hilo de sus propios pensamientos, embebido en ellos, fue acercándose más y más a la casa. A la derecha de ésta había un pozo encalado, que la luna se encargaba de abrillantar. Se apoyó en él y miró hacia abajo, hacia el negro abismo redondo.
¿Por qué haría Charles aquello? ¿Por qué…? Se pasó la mano por la frente en un contacto febril y trémulo. No deberían existir los recuerdos, aun a costa de olvidar las cosas buenas…
–¿Le gusta estar solo? –preguntó una voz que ya conocía perfectamente.
Jason se giró sin prisas.
Sabía quién estaba allí. No debería haberse acercado tanto a la casa… ¿O lo había hecho quizá con este deseo, sin él mismo reconocerlo?
Net llevaba un vestido amplio, ahuecado, de escote ancho, sin mangas y de color… de color luna, eso era. Su rostro estaba grave y por primera vez, Jason la veía como a una mujer…
–No siempre, señorita –contestó al fin Jason.
–¿Quisiera estar solo ahora?
–Si quiere saber si deseo que se vaya, mi respuesta es: no.
–¿Desea que me quede, entonces?
–Hace tiempo que no deseo nada… –Jason sonrió tristemente–. Bueno, hay una excepción…
–¿Cuál?
–Es muy particular. Preferiría no tener que…
–Comprendo.
Jason rio con amargura.
–¿Dice que comprende? Que comprende, ¿qué?
–No sé… Supongo que tiene sus razones para no decir lo que sea, ¿no?
–Sí.
Net pareció vacilar, pero al fin se decidió a preguntar:
–¿Se llama… se llama realmente Jason Mac Cormick?
–Sí –mintió él, por primera vez con algo de prevención.
–¿Por qué es un pistolero?
–Nunca he dado explicaciones a nadie, señorita. ¿Le interesa mi vida?
Net bajó la cabeza, rehuyendo la expresión de su cara a los ojos de Jason.
–Sí.
–¿Le interesa? ¿Por qué? Hay pistoleros más famosos que yo y su vida corre de boca en boca… ¿Por qué, pues, interesarse por la vida de un oscuro y desconocido pistolero? Puedo contarle la vida de pistoleros famosos de verdad: Jesse James, MacKenna, Colidge, Rojas…, y muchos más.
–A mí sólo me interesa la suya, Jason.
–No veo por qué, pero la complaceré... –Ella levantó la cabeza vivamente interesada, pero él la desilusionó al acabar–: muy pronto.
–Creí…
–¿Qué se lo iba a contar ahora? No puedo… No quiero, mejor dicho.
–¿Ni a mí?
Jason arqueó las cejas en un gesto de asombro.
–¿A usted? ¿Por qué precisamente a usted?
–Cuando llegamos al rancho, usted se quedó hablando con Lew y le preguntó a él que era lo que yo había dicho…
–Creí que no nos oía ya.
–Así fue, pero Lew me dijo, cuando usted nos dejó esta tarde en los corrales de los caballos, que después de irme yo, usted se lo preguntó.
–Está bien… ¿Y qué?
Net se acercó un poco más a Mac Cormick. Net tenía los hombros menudos y redondos, bien formados y los brazos llenos y tersos. El cuello largo y redondeado, de bello trazó. Jason vio cómo los senos subían y bajaban algo desacompasadamente al preguntar:
–¿Y no le importa lo que le dijo Lew?
–Señorita Net…
Ella le interrumpió:
–Yo le he llamado Jason a secas…
Mac Cormick suspiró. Levantó los brazos y casi con miedo de dañarla con sus duras manos, cogió a Net por los hombros y la atrajo delicadamente, despacio, como a una niña, sin pensar ni por un momento en tratarla de otra manera. Pero supo que estaba queriéndola. Los hombros de ella estaban frescos, pero de su interior afluía hacia las manos de Mac Cormick un calor palpitante que hizo correr la sangre más rápidamente por las venas del hombre.
Ella quedó quieta, mirando con sus ojos grandes, limpios y brillantes, al hombre que se estaba diciendo que no debía quererla.
–¿Le importa, Jason? –repitió Net con la voz levemente temblorosa.
–No sé, Net… Quiero decir…
–¿Qué? –alentó ella, porque esperaba que el pistolero le dijese lo que estaba esperando y deseando desde que, en San Juan, había sentido aquella soledad al no encontrar con su última mirada al hombre que, entonces, la había decepcionado al no responder al reto del pistolero de O’Felan.
–No sé –repitió él–. Creo que sí, Net. Creo que me importa, pero…
–Pero… ¿qué?
Jason Mac Cormick recordó a tiempo que aquella mujer era la hermana de Charles Fellows, el único hombre que deseaba matar. ¿Qué debía hacer? La solución sólo podía ser una: que Net no existiese para él.
Cualquier otra solución sería una cobardía, una traición a…
Pero la vida había empezado otra vez para él al encontrar a su hijo. Y ahora no podía echar una amargura más sobre él al no querer amar a otra mujer. ¿Al no querer…? ¿Realmente no quería? Claro que no era eso. Era que no podía, sencillamente, amar a la hermana del asesino de Helen, la mujer que parecía que nunca podría ser borrada de su corazón. Pero todo era mentira puesto que ahora veía que nunca muere el corazón y así, el hombre puede amar más de una vez…
Pero no a esta mujer, se dijo con fría determinación. Pensó en su hijo, en California, en los caballos que tendrían los dos, en su nuevo hogar…, un hogar que echaría de menos a Net…
Con un esfuerzo consiguió decir con tono de broma:
–Pero es tarde y me voy a dormir. Buenas noches.
Net, que esperaba otra cosa completamente distinta, abrió la boca, asombrada, y cogió por un brazo a Mac Cormick, que hacía ademán de marcharse.
–Pero… pero… Jason, yo creí…
–Es usted una chiquilla preciosa, Net, pero he visto otras.  Y ninguna me ha impresionado. Las mujeres sólo sirven para complicar las cosas… –vaciló–, eso es, sí, para complicar las cosas.
Net, que poco a poco se había dado cuenta del ridículo que había hecho, se sintió repentinamente llena de odio y de furia hacia aquel…
–¡Miserable pistolero! ¡Lo echaré de aquí, lo despediré, le diré a mi padre que lo eche, sí, que lo eche, que lo… lo…!
Mac Cormick se encogió de hombros.
–Hágalo. No me importa quedarme sin mi empleo de miserable pistolero.
–¿No? ¿Pues de que viven los pistoleros como usted?
–De cualquier cosa que se presente… menos de niñas mimadas y coquetas como usted.
–¡Váyase, váyase! ¡No quiero verlo más!
–Claro que me iré, pero cuando su padre me lo diga.
Net estaba al borde del histerismo. Sin darse perfecta cuenta de lo que hacía, se adelantó y antes de que Mac Cormick pudiera ver su intención, le dio una sonora bofetada, que sonó clara y fuerte en el silencio de la noche.
Mac Cormick quedó inmóvil, con las manos en el cinto aguantadas por los pulgares.
La miró fijamente unos segundos. Luego, sin decir ni una palabra, se fue.
 
 
7
 
Pero Cecil Fellows no le echó de su rancho a la mañana siguiente, tal como había esperado Jason. Incluso había temido que la escena de la noche pasada trajese consecuencias desagradables. Supuso que Net no le habría dicho nada a su padre y por lo tanto, por su parte, resolvió que su conducta sería la misma que antes. Sin embargo, durante parte de la mañana, a pesar de que veía con frecuencia a Net, puesto que estaba la mayor parte del tiempo al lado de la casa, aparentaba no verla, actitud que era correspondida por parte de ella.
En un escalón del porche, Jason esperaba la decisión que en esos momentos estaban discutiendo en el despacho de Fellows éste mismo con su capataz y los dos vaqueros más antiguos. Hacía ya cerca de una hora que se habían encerrado allí. Jason había preferido no intervenir en la decisión que se tomase puesto que él no era quién para hacer valer su opinión, según él mismo dijo.
Por fin, cuando pasaban unos minutos de la hora, las fuertes pisadas de los cuatro hombres, le hicieron levantarse y dirigirles una mirada interrogante.
–Saldremos hoy, Mac Cormick –dijo Fellows.
Y con tan lacónica explicación, el y los hombres que le acompañaban se dirigieron hacia el grupo de vaqueros que no les correspondía el turno de cuidar al ganado, en el lugar en que estaba recogido esperando únicamente que se le arrease hacia el mercado.
Cuando los vaqueros ya se disponían a montar a caballo, uno de ellos avisó la presencia de un nutrido grupo de jinetes que se acercaba. Jason se acercó hasta la valla y casi inmediatamente reconoció a uno de los jinetes, de aspecto elegante y blanquísima camisa.
Los vaqueros, a su lado, también reconocieron pronto la clase de jinetes que llegaban y un silencio tenso se hizo en el grupo que tan sólo segundos antes vociferaba a todo pulmón.
Como si hubiese sido planeado, Jason Mac Cormick estaba alejado del grupo. Parecía que incluso en los momentos de peligro, los vaqueros encontrasen desagradable la presencia de un hombre que se ganaba la vida alquilando su capacidad para matar.
O’Felan, al frente de diez o doce hombres de aspecto torvo y amenazador llegó hasta donde le esperaba una hostil acogida.
–¡Caramba! –exclamó al ver algo alejados el grupo de caballos que se habían preparado minutos antes con la intención de ir por el ganado–. ¿Iban a algún sitio?
–Mire, O’Felan, es mejor que se marche y se lleve de aquí esta caterva de asesinos –dijo Fellows con los ojos llenos de ira–. Estamos dispuestos a sacar hoy el ganado de “La Olla”.
–Bien pensado, bien pensado… ¿Y cómo lo harán?
–A tiros, si es necesario. Aunque preferimos hacerlo por las buenas.
–Muy sensato. Siempre es mejor evitar la violencia, pero es una lástima que no se consigan las cosas según los buenos deseos de uno. Casualmente, Fellows, había venido a ofrecerle catorce dólares por cada cabeza…
–¿Catorce? Creí que eran quince, ¿no?
–Eran. Pero su terquedad me está haciendo perder mucho tiempo y oportunidades. Y por cada día que pase más, le iré rebajando un dólar.
Mac Cormick intervino entonces:
–Entonces, O’Felan, espere quince días y conseguirá el ganado completamente gratis, ¿no le parece?
O’Felan sonrió y aprobó con la cabeza.
–Creí que no iba a decir nada hoy… Quizás el otro día se sentía más a sus anchas que hoy, ¿eh? –Y con un movimiento de cabeza señaló a los hombres que le respaldaban–. Estos señores tenían ganas de conocerlo, Mac Cormick. Y estoy seguro que más tarde o más temprano les proporcionará ese placer, ¿verdad?
–Lo procuraré, aunque veo a uno que ya lo tuvo, el placer.   –Uno de los que estaban detrás, se removió inquieto. Jason le dijo–: ¿Cómo estás aún en San Juan? ¿No te dije que te marcharas?
En los pistoleros hubo un movimiento de descontento. Miraron a O’Felan, pero éste no se dio por aludido. Sabía que a una palabra suya, aquellos hombres sembrarían la muerte en el Tres Círculos, pero no era eso lo que él andaba buscando. Los contuvo con un gesto y siguió hablando con Mac Cormick.
–A mis hombres no les da órdenes más que yo, Mac Cormick. Precisamente por eso, aún no han atacado… Quisiera ahorrar sangre…
–Yo también –interrumpió Fellows–. Por eso repito que se lleve a sus hombres y se olvide de mi ganado. Además, sus propósitos son estúpidos.
–¿Estúpidos? –O’Felan soltó una carcajada–. Espero que no tarde mucho en variar de opinión, Fellows.
–No variaré nunca.
–Como quiera. Hasta las seis de esta tarde ya sabe que le pago a catorce dólares. A partir de esa hora solamente a trece.
–¿Por qué no hace lo que ha dicho Mac Cormick? Es una buena idea.
–Sí, ya se me había ocurrido, pero sé que usted tendrá el buen sentido de no hacerme esperar tanto tiempo.
–Desde luego que no. Y márchese ya, que mis hombres y yo tenemos que ir por el ganado.
–Como quiera, Fellows. Espero que no tengamos que lamentar demasiado su testarudez.
O’Felan volvió grupas y ya se iba a alejar cuando le detuvo la voz de Mac Cormick:
–Usted ha venido aquí creyendo que iba a imponerse y a hacer proposiciones únicamente ventajosas para usted. Pues bien, O’Felan, yo voy a hacerle a usted otra proposición: Mañana cuando amanezca, el ganado del tiene que estar ya en camino. Y sin haberse tropezado con sus hombres, recuérdelo. Si no es así, haré de esto una cuestión personal… Es muy posible que el señor Fellows no consiga sacar de aquí su ganado, pero un día u otro usted retirará sus hombres de aquí, podremos salir, y entonces, O’Felan, le mataré.
O’Felan dejó de sonreír con su característica mueca burlona y miró con odio a Mac Cormick
–Yo nunca olvido nada, Mac Cormick. Nada, ¿comprende? Y por eso, puede estar seguro que para mí sería un placer verlo fuera de estas vallas.
–Si mañana aún ronda por aquí, lo conseguirá.
–¿De veras? ¿Por qué no hoy? ¿Ahora?
Mac Cormick encogió sus potentes hombros.
–Ya le dicho que haré de ello una cuestión personal. Y no me gusta que nadie resuelva mis cuestiones, o me ayude a resolverlas.
–Es un buen sistema, pero a veces se necesita ayuda.
–Yo no.
O’Felan recobró su sonrisa.
–Entonces, hasta mañana.
Se marchó definitivamente, seguido de sus hombres, los cuales no habían dejado de estudiar al único hombre del rancho que estaba en condiciones de luchar contra ellos y, al parecer, ventajosamente.
–¿Por qué hemos de esperar hasta mañana? –preguntó Fellows a Mc Cormick–. Saldremos hoy.
–Como quiera, señor Fellows. Pero si realmente quería mis servicios, me parece que no los aprecia, mejor dicho: no les presta atención.
Fellows frunció el ceño.
–Cree que lo merecen, Mac Cormick?
–¿Y usted? ¿Lo cree?
–Casi empiezo a dudarlo. Su actuación no ha sido muy brillante.
–Creí que usted quería evitar derramamiento de sangre. Pero si no es así, o no considera que mi actuación haya sido satisfactoria, puede despedirme.
El ranchero se pasó la mano por la barbilla y miró a Mac Cormick fijamente con los ojos entornados. Después empezó a sonreír.
–De acuerdo –dijo al fin–. Esperaremos a mañana. ¿Satisfecho?
–Ceo que deberíamos estarlo todos, ¿no?
–Eso ya lo veremos mañana –se volvió a los vaqueros–. Podéis seguir holgazaneando, muchachos.
El grupo se disolvió. Los vaqueros volvieron a tumbarse en sus camastros, Fellows se fue hacia la casa, y Mac Cormick vagó al azar por los alrededores.
 
 
8
 
A la mañana siguiente, cuando los vaqueros se disponían a ir en busca del ganado se encontraron con que los hombres de O’Felan tenían cercado el rancho. Sin ningún aspaviento ni aviso, los pistoleros dispararon contra los dos vaqueros, que sin consultar a nadie, por su propia cuenta, se arriesgaron a salir.
Afortunadamente, o quizá porque los sitiadores tenían esas órdenes, las balas no hicieron más que asustarlos al pasar silbando sobre ellos. Pero la tranquila frialdad con que habían disparado contra ellos, y la seguridad que se observaba en el manejo de los Colts enemigos, enfriaron la impetuosidad con que en un principio habían intentado atacar los vaqueros.
–Bonita situación –gruñó Fellows.
–Si usted quiere atacaremos, patrón –sugirió con muy pocos ánimos el capataz, deseando que su patrón se negase.
Así ocurrió en efecto.
– No digas tonterías, Simpson. Acabarían con nosotros enseguida. –Se volvió hacia Mac Cormick, que, como siempre que le era posible, permanecía silencioso–. ¿Qué dice usted, Mac Cormick?
–Que tiene razón. Son casi tantos como nosotros y sin duda ninguna podemos asegurar que manejan las armas mucho mejor.
–¿Mejor que usted?
–No lo sé. Quizás haya entre ellos alguno que pueda vencerme.
El pequeño Lew se acercó al lugar donde los hombres estaban calculando la mejor manera de resolver la situación.
–¿No nos atacan, señor Mac Cormick?
–Parece que no, Lew. Por lo visto lo único que se proponen es que no salgamos de aquí.
–¿Por qué no nos atacan? ¿Le tienen miedo?
Net, que había venido detrás de Lew, al oír aquello soltó una carcajada. No dijo nada más pero fue suficiente para que en los rostros de los muchachos asomasen unas sonrisas de burla. De alguna manera se tenían que desquitar de la superioridad que sin confesárselo unos a otros, reconocían en Jason.
Pero Mac Cormick también sonrió y acarició la cabeza del niño.
–Creo que no, Lew. Seguramente no es a mí a quien tienen miedo, sino a los valientes muchachos del , ¿no te parece?
La frase, mordaz, borró las sonrisas burlonas.
–Eso es seguro, Lew –volvió a hablar Net–. Porque los pistoleros esos saben que los vaqueros estaban deseando atacar… Claro que hay a quien no le gusta arriesgarse y por eso no se salió ayer, que al no estar tan bien acorralados como hoy, era la oportunidad de hacerlo.
Jason miró directamente a Net a los ojos.
–También podían haber marchado anteayer, o el otro… ¿Por qué esperar precisamente a ayer?
–Ayer estaba usted aquí. Y puesto que cobra…
–No soy el único en cobrar en este rancho. Hay más hombres que también cobran.
–Pero ellos cobran sueldo de vaquero, no de pistolero. Ellos se ganan la vida con las reses y usted con el revólver. Hasta ahora, en su trabajo, ellos han demostrado que valían. En cambio usted no ha demostrado nada.
Mac Cormick estuvo a punto de decirle que seguramente no pensaba así el día en que lo fueron a buscar a San Juan y que de no haber sido por él no lo hubiese pasado muy bien, pero se contuvo. Net ya había demostrado dos veces su desagradecimiento.
Bien.
Seguro que no lo desmostaría la tercera. No lo demostraría porque Jason no pensaba darle la oportunidad.
Mac Cormick se dirigió a Fellows serenamente.
–¿Es usted de la misma opinión que su hija, señor Fellows?
Éste apreció vacilar, pero al fin dijo:
–Mire, Mac Cormick: yo ya le dije ayer que teníamos que haber salido entonces. Seguí su consejo y ya ve que estamos como hace… En fin, igual que desde el principio, desde que se le ocurrió a O’Felan su absurdo plan. Bueno, yo no pretendo decir que sea usted cobarde, ya que nos demostró a mi hija y a mí, no hace mucho, lo que es usted capaz de hacer, pero…
–Papá –volvió a intervenir Net–, si el señor Mac Cormick tiene miedo, es mejor que le pagues y que se marche de una vez. –Dicho esto miró despectivamente a Jason y preguntó–: ¿Qué le parece, señor Mac Cormick?
Éste la miró con una indiferencia tan patente, que Net tuvo ya la seguridad de que nunca conseguiría el amor del hombre que aun contra su voluntad, era todo para ella. Después, miró a Fellows.
–No me debe nada, señor Fellows. Pero desde este mismo momento no cuente conmigo para nada. Buenos días.
–¡Hombre, Mac Cormick! –exclamó Fellows.
Pero éste no le hizo caso y sin prisas marchó en dirección al barracón de los vaqueros, según pudieron adivinar todos a recoger sus pertenencias. Lew salió tras él, un poco mohíno, porque el hombre que admiraba no se liaba inmediatamente a tiros contra quienquiera que se le pusiera delante.
Fellows se encaró con su hija. Estaba casi furioso.
–Mira, Net. Es la última vez que te veo intervenir en los asuntos de los hombres, ¿entiendes?
Net consiguió dominar su angustia al ver marchar a Jason, y dijo:
–¿Tanto te interesa ese hombre, papá?
–Ese o cualquiera. Pero es el único que teníamos. Esperemos que a O’Felan no le entre la locura de atacar ahora.
–Así… ¿sólo te interesa por su habilidad con el revólver?
Fellows la miró extrañado.
–¿Por qué, si no? Ve con tu madre, Net, y recuerda que no quiero verte más por aquí. Y menos ahora que estamos en esta situación.
–Sí, papá.
Net se marchó hacia la casa, mirando de reojo al hombre y al niño que se dirigían al barracón. Él se iba a ir. Le entraron ganas de llorar, y para que nadie la pudiera ver echó a correr rápidamente a refugiarse en su habitación.
Pero se hubiese ahorrado las desconsoladas lágrimas que vertió si hubiese oído lo que estaban hablando en aquellos momentos Mac Cormick y Lew.
Mac Cormick, sentado en un camastro, miraba a su hijo pensando cómo decirle que él era su padre y si quería irse con él. ¿Irse? ¡No! Aún no había saldado su cuenta con Charles Fellows, y era una cuenta que no estaba dispuesto a perdonar. Muy bien, entonces se iría con Lew a San Juan y allí esperaría el regreso del hombre que había deshecho su vida. Afortunadamente podían aún ser felices y libres. Lew no estaría más en un sitio donde había sido acogido por caridad. Su padre lo haría un hombre y nunca esperaría de él el agradecimiento y la mansedumbre que quizás algún día podrían pedirle personas que, al fin y al cabo, eran extraños…
¿Y Net? Net…
La voz de Lew borró sus pensamientos…
–¿Se va marchar de verdad?
–Claro.
–¿Por qué?
–No me gusta que me traten mal, Lew. Ningún hombre tiene derecho sobre mí. A nadie tengo nada que agradecer, ni nadie tiene nada que agradecerme a mí. Y como a los Fellows no les debo nada, ni ellos a mí, no tienen por qué tratarme mal. Por eso me voy. Por eso y porque puedo hacer lo que quiera.
–¿Y quiere irse?
–¿Tú te quedarías?
–No sé…
–Mal hecho. Ya debes saber lo que quieres y lo que no, lo que harías y lo que no harías, qué es lo que quieres y qué es lo que odias… ¿Comprendes?
–Creo que sí.
–Eso está mejor –Mac Cormick meditó durante unos segundos–. Dime: ¿te gustaría que me quedase?
–¡Sí, sí! –exclamó Lew.
Jason volvió a colocar sus pocas cosas en el lugar del que las había sacado.
–Me quedaré entonces. Pero recuerda esto: me quedo por ti.
El resto del día fue transcurriendo pesadamente y aburrido. Fellows se alegró de que Mac Cormick no se hubiese ido, pero sonrió desdeñosamente, lo que no dejó de molestar a éste, pues comprendió que no aprobaba su actitud después de haber dicho que no contase con él para nada. Pero se hubiese asombrado de conocer los verdaderos motivos por los que Mac Cormick insistía en ayudarle.
La idea se le había ocurrido a Mac Cormick, con la intención de pagar de alguna manera el tiempo que habían tenido allí a Lew. Incluso sabiendo que si estaba allí, no era precisamente por el gusto del chiquillo, Jason quería hacer algo por las personas que, después de todo, no parecían haberse portado mal con su hijo. Y así, había decidido socarlos de aquel atolladero lo más rápidamente posible, de tal manera que Lew no tuviese que agradecerles nunca nada.
Por la tarde, Mac Cormick tenía ya maduro su plan. Para llevarlo a cabo solo le restaba saber dónde estaba “La Olla”, aquel lugar hundido en el que estaban todas las reses al cuidado de los cuatro vaqueros del rancho, que, al no haber dado señales de vida, había hecho suponer a Jason que estarían tan bien vigilados como los que estaban en el rancho.
Esos cuatro hombres le bastarían para llevar a cabo su plan.
Poco antes del anochecer, Lew le procuró unos mocasines suaves y silenciosos, muy necesarios para el feliz desarrollo de su plan.
–¿Tú me ayudarías contra esos pistoleros, Lew?
El chiquillo tragó saliva. Después consiguió pronunciar un sí no muy decidido. Jason sonrió comprensivamente.
–Bueno, entonces yo te aseguro que si todo sale bien, mañana ya no estarán tan tranquilos los hombres de O’Felan. Supongo que puedo confiar en ti, ¿eh?
–Sí, señor.
Durante un cuarto de hora, Jason estuvo dando instrucciones a su hijo. Y pudo comprobar con satisfacción que la inteligencia del chiquillo era de las más avispadas. Cuando terminó, se decidió a hacerle la pregunta que ya no podía retener más:
–¿Te molestaría que tu padre hubiera sido como yo, Lew?
–No… Mi padre también era muy valiente.
–Sí, ya sé. Te lo dijo Charles… ¿Quieres mucho a Charles?
–¡Ya lo creo!
–Bien…
Mac Cormick quedó pensativo unos instantes. He aquí una complicación en la que no había pensado antes.
–¡Allí viene Net! –exclamó Lew.
–Entonces, adiós. Y recuerda: esta noche después de cenar en el pozo.
Jason se fue. Iba contento. Entre él y su hijo saldarían cualquier clase de agradecimiento que éste hubiese podido sentir hacia los Fellows. Net llegó junto a Lew mientras miraba con el ceño fruncido la alta figura del hombre que amaba.
–¿Se va porque vengo yo? –preguntó.
–No… no sé.
–Debe de tenerme miedo, ¿no crees?
–¡Él no tiene miedo a nadie!
–¿No?
–No: ya verás esta noche… –Lew quedó en suspenso. Ya había roto el secreto, precisamente lo que más le había recomendado Mac Cormick.
–¿Esta noche? ¿Qué va a pasar esta noche?
–Pues… nada. Eso, nada.
 
 
 
9
 
Después de cenar con mucha sobriedad, Jason dejó a los vaqueros en el comedor amplio y cuidado, destinado a ellos.
Se fue a los dormitorios y se cambio las botas por los mocasines que le había proporcionado Lew. Se puso una camisa negra que encontró en uno de los armarios-taquilla, repasó los revólveres, llenó el cinto de municiones, y por fin, cogiendo el rifle salió a la noche.
Con paso firme se dirigió al pozo, donde había quedado en encontrarse con su hijo. Casi inmediatamente que el pozo se puso al alcance de su vista, frunció el ceño con un gesto de disgusto. Al lado de la silueta de Lew había otra. No le hubiese molestado que el chiquillo no estuviese, pero sí le molestaba que, en contra de sus recomendaciones, hubiese dado a conocer sus planes a nadie.
Pocos pasos después, reconoció a Net, lo que acrecentó su disgusto, aunque en el fondo sintió una extraña alegría. Se le ocurrió que si su empresa fracasaba y moría, al menos habría visto a los dos seres que, lo reconocía sin vacilaciones, eran ya su vida. Lew, porque…sencillamente, porque era su hijo, y Net, porque la amaba.
Pensó que las dos personas más queridas por él, querían, con toda seguridad, a Charles Fellows, el hombre al que había jurado matar, y eso dificultaría el cumplimiento de su juramento.
Alejó estos pensamientos de su mente y decidió pensar únicamente en la tarea que se había propuesto realizar aquella noche.
Llegó hasta ellos, y puso una mano sobre la espesa cabellera de Lew.
–Hola, Lew. ¿Preparado?
Net, que iba vestida con pantalones y una blusa oscura, le tiró de la manga.
–Yo también estoy aquí, Jason.
–No me importa. Es decir, sí que me importa, y por lo tanto váyase.
–He venido a ayudarte.
Jason soltó una silenciosa carcajada.
–¿A ayudarme? –movió la cabeza de Lew, en un gesto cariñoso–. ¿Qué te parece, Lew? Dice que ha venido a ayudarme.
–Si puede ayudarte Lew, yo también –replicó enojada Net.
–Lew es un hombre, señorita –dijo Mac Cormick, llenando de orgullo el pecho al pequeño, y desentendiéndose del tuteo de que le había hecho objeto Net–, y usted, ya se lo dije una vez, no es más que una chiquilla mal criada.
–¡Y tú eres un grosero…! Y un bruto y… y… y… –se indignó Net.
Jason volvió a reír, pero en seguida dijo a Lew:
–Bueno, creí que nuestro plan era secreto, ¿no? Vamos, contesta, ¿qué me dices a esto?
–Es que… Net me preguntó y yo… pues…
–Bueno, no importa. Pero para otras veces, recuerda que el hombre no sólo debe saber hablar, sino que también debe saber callar… ¿Comprendes?
–Sí.
–Muy bien. Entonces, vamos a lo nuestro. Supongo que recuerdas bien todo lo que te dije, ¿eh?
–Claro.
–¡Estupendo!
Miró a Net, que estaba a su lado con un gracioso gesto huraño en su linda carita.
–¿Aún está aquí? ¿Qué quiere? ¿Luchar? Esto no son cosas de mujeres. Sea buena chica por una vez y váyase a dormir.
–Tampoco son cosas de niños –refunfuñó Net.
–Ya lo sé, pero estoy seguro de que Lew no tiene miedo, porque debe de ser tan valiente como lo era su padre… ¿A que sí, Lew?
El chiquillo volvió a esponjarse. La verdad era que no tenía miedo, lo cual no era de extrañar en un niño de su edad, que ni siquiera podía comprender la realidad de la situación. Lo que sí tenía Lew, y mucho, era sueño, pero claro, no podía decirle eso al hombre que le decía cosas tan agradables y que, además, había confiado en él. Él era todo un hombre, ¡qué diablos!
–Claro que no tengo miedo –exclamó.
–Eso está bien, aunque alguna vez conviene tener miedo. Sí, conviene saber lo que es el miedo y, si alguna vez se tiene, no avergonzarse de ello. El miedo, Lew, es de hombres tenerlo. Pero hemos de procurar dominarlo, ¿comprendes?
–Me parece que sí. ¿Usted ha tenido miedo alguna vez?
–Muchas –sonrió Jason.
–¿Por qué?
Mac Cormick se encogió de hombros.
–De cualquier cosa. De un hombre, de un caballo furioso, de la muerte…
–¿Le tiene miedo a la muerte?
Mac Cormick volvió a sonreír.
–Un poco –dijo.
–Entonces… ¿por qué va a pelear ahora?
–¡Hombre! –Se rascó la nuca–. Pues… Bueno, dejemos esto y a lo nuestro.
Comenzaron a caminar hacia la parte norte del rancho. Mac Cormick no hacía caso de la silenciosa y enfurruñada Net, pero Lew volvió la cabeza y la vio caminar decididamente tras ellos.
Tiró de la mano de Mac Cormick y susurró con un tono de complicidad:
–Net nos está siguiendo.
–Ya lo sé. Déjala. Se cansará pronto.
Pero Net no se cansó, sino que, tozudamente los siguió durante quince minutos, un poco humillada y no menos preocupada por la suerte que podía correr Mac Cormick.
Cuando llegaron al lugar que éste había escogido para su plan, un lugar en el que había unos cuantos robles y algunos espinos secos, se detuvieron. Mac Cormick se volvió entonces a Net y ya iba a enviarla nuevamente lejos de aquellos lugares, cuando vio que sus ojos estaban excesivamente brillantes.
–¿Qué le pasa ahora? ¿Por qué llora?
Sólo faltó esto para que Net rompiese a sollozar estridentemente y se cogiese con fuerza de la cintura de Mac Cormick, apoyando la cara en su pecho, y llenándole la camisa de lágrimas.
Jason quedó inmóvil. Nunca hubiese esperado esa reacción por parte de Net. Notaba el calor de su cuerpo y, una vez más, pensó en las razones por las que Net no sería suya jamás.
La separó un poco de sí y miró su cara anegada en lágrimas. Quiso decir algo, pero Net, sollozando, se le adelantó:
–¡No lo hagas, Jason, no lo hagas!
–¿Por qué?
–Quédate conmigo. Todo se arreglará por sí solo. Yo… yo no quiero que vayas… Te quiero…
Jason suspiró profundamente.
–Lo sé, Net, lo sé. Pero tengo que hacerlo. Es… es necesario que lo haga.
–Pero… ¿por qué? –se lamentó ella.
–No puedo decírtelo ahora. Mañana, cuando vuelva, cuando todo haya acabado te lo diré todo… y… y… yo también te quiero.
–Quédate conmigo… –susurró ella–, quédate conmigo, Jason, si es verdad que me quieres.
–No puedo, Net. Lo siento.
Se separó de ella dificultosamente y sacando uno de los revólveres se lo tendió a Lew.
–Recuérdalo bien, Lew, ya sabes que un descuido puede hacer fracasar nuestro plan. Yo voy a salir ahora y tú tienes que quedarte aquí vigilando. Sólo tienes que hacer eso: vigilar. Si dentro de media hora, no has oído ningún disparo, te vuelves a la casa y le dices al señor Fellows que mañana por la mañana en cuanto oiga seis disparos de revólver seguidos, se prepare para atacar a los hombres de O’Felan y que, un cuarto de hora después, lo haga. ¿Comprendido?
–Sí.
–Muy bien. Pero si poco después de irme yo, oyes disparos, sólo tienes que disparar los seis tiros de este revólver al aire y entonces ya puedes irte; pero no tendrás que decirle nada al señor Fellows.
–¿Por qué? –preguntó Net con voz trémula.
–Porque… –Jason se contuvo– porque ése es el plan.
–Jason, déjame ir contigo –pidió Net.
–Ni pensarlo. Esto quiero hacerlo sólo con la ayuda de Lew.
–Pero… ¿por qué?
–Ya te he dicho que mañana te lo diré todo, Net.
–Pero ¿y si mañana...?
–Ya sé que es posible que no vuelva –Net le cogió una mano con las suyas pequeñas y tiernas–, y si así fuese, me harás un favor, ¿verdad?
–Sí, Jason, sí.
Mac Cormick sacó un papel; el papel con el escrito que había pensado entregar a Lew, y se lo dio a Net. Ésta fue a leerlo pero él la contuvo.
–No lo leas ahora. Si acaso cuando yo me haya ido.
–¿Qué…?
Jason sonrió amargamente.
–Este papel es para tu hermano, Net. Para Charles. Se lo darás si no vuelvo. Y si, por desgracia fuese así, estoy seguro que leyéndolo lo comprenderás todo.
–Sí, Jason.
–Y ahora, adiós…
Se acuclilló ante Lew y le cogió por los brazos. A pesar de sus esfuerzos por evitarlo, estaba emocionado.
–Adiós, Lew. Eres un gran muchacho. Estoy muy contento de haberte encontrado… Sí, muy contento. Y te voy a decir una cosa que ahora, seguramente, no comprenderás: todo hombre tiene que pagar sus deudas, sean de la clase que sean. Y otra cosa también muy importante: todo hombre tiene siempre algo de qué arrepentirse, ¿lo recordarás?
–Sí.
Jason se levantó y quedó frente a Net.
–Adiós, Net.
Ella, sin decir palabra, se cogió de sus hombros y alzándose sobre la punta de los pies pegó su boca ala de Mac Cormick con desespero. Éste se deshizo rápidamente del abrazo y sin más desapareció en la oscuridad plateada por la luna.
–Es un hombre extraño, ¿verdad? –preguntó Lew.
Net no contestó porque sus ojos, a sabiendas de la inutilidad del esfuerzo, intentaban localizar a Mac Cormick entre las sombras que lo habían engullido. Por fin se volvió hacia el chiquillo, mirándolo cariñosamente.
–Sí, Lew, pero… yo le quiero.
–Yo también… Es un pistolero muy bueno. ¿Todos son así?
Net no pudo evitar una sonrisa.
–No. claro que no.
Casi una hora más tarde, cuando ya se convencieron de que no iban a oír ningún disparo, Net y Lew volvieron al rancho, con la esperanza de que aquel silencio fuese verdaderamente la señal de que todo había ido bien.
Apenas tuvo una luz a su alcance, Net sacó el papel que le había dado Mac Cormick para Charles.
Decía así:
 
He muerto porque no quería que mi hijo debiese nada a nadie. Creo que será un hombre y eso, al menos, tengo que agradecértelo a ti.
He pasado seis años odiándote, Charles. Lo mereces, ¿no? Pero mi búsqueda ha terminado, porque al final, un hombre siempre encuentra a otro hombre.
Después de muerto creo que podrá saber una cosa que jamás estuvo a mi alcance: ¿Por qué lo hiciste, Charles? ¿Por qué…?
                                                                                     Abel Kirby
 
 
 
10
 
Jason Mac Cormick salió a la noche abierta sin ningún temor. Sólo le preocupaba la muerte porque ahora había encontrado a su hijo. Y a Net.
Pero precisamente por ellos debía abandonar todo pesimismo y poner todo su empeño en triunfar. Era un plan audaz, pero absurdo, porque podía haberlo llevado a cabo con la ayuda de todos los vaqueros. Su maldito orgullo tejano era lo que le había impelido a arriesgarse tanto, innecesariamente.
En fin, ya estaba hecho.
Su objetivo era “La Olla”, el lugar donde estaban reunidas todas las reses, y a partir de entonces tendría, al menos eso esperaba, la ayuda de los cuatro hombres que estarían cuidando el ganado.
Por supuesto que, como ya había pensado anteriormente, el hecho de que ninguno de aquellos muchachos hubiese aparecido por el rancho, era una prueba de que ellos tampoco debían de encontrarse en una situación agradable. Seguramente O’Felan había previsto la posibilidad de que fuesen a ayudar a sus compañeros y les había puesto vigilancia. Una vigilancia que él, Mac Cormick, se encargaría de burlar y castigar.
Sabía moverse en la noche y si, efectivamente, los hombres que él iba a buscar estaban vigilados, sus vigilantes lo lamentarían. Claro que por poco tiempo, porque…
Según Lew, “La Olla” distaba unos cuatro kilómetros del rancho yendo hacia el noroeste. Ya llevaba andados, según sus cálculos, la mitad. La luna era su aliado, porque de otra manera, a pie, le hubiese resultado poco menos que imposible recorrer esa distancia de noche, por terrenos desconocidos, a pesar de sus extraordinarias facultades de orientación y de su facilidad para caminar, actividad que fastidiaba muchísimo a los vaqueros, mas no a él...
No tardó mucho en oír el mugido del ganado y ello le orientó aún más hacia el lugar de su destino. No mucho después, desde lo alto de una de las colinas que formaban el borde del lugar llamado “La Olla”, Mac Cormick vio el ganado, en su confuso amontonamiento de oscuras sombras.
Tumbado en el suelo, con el rifle en las manos, apuntando inconscientemente hacia delante, Mac Cormick fue recorriendo con su potente vista todo el terreno que se dominaba desde allí, hasta que vio la fogata.
Entonces, tomando aún más precauciones de las que había tomado hasta aquel momento, se fue acercando al lugar en el que, sin duda, estarían los hombres que pensaba utilizar para la parte final de su plan. Aunque no pudo por menos de pensar que si O’Felan había reaccionado como él esperaba, más tendrían que agradecerle los vaqueros a él, que él a los vaqueros.
La fogata estaba en el centro del campamento, según la costumbre vaquera; y éste, en un claro del bosque que cubría toda la falda y pie de una de las montañas.
Cada vez con más precauciones, Mac Cormick se fue acercando hasta que vio a un hombre que, con un rifle en su mano derecha, daba unos cortos paseos. Se acercó aún más y entonces pudo reconocer al hombre. Era uno de los dos pistoleros a los que, en San Juan. había ordenado que se marchasen de allí.
«Peor para él si ha querido quedarse», pensó.
Pacientemente fue mirando a su alrededor hasta que vio lo que le interesaba. Dos pistoleros más parecían dormir, separados del lugar en que un grupo más grande de hombres, seguramente los vaqueros, tenían a su lado un montón de chaparreras tiradas de cualquier manera.
«De acuerdo –siguió diciendo para sí–, ya sé dónde están unos y otros. Sólo tengo que preocuparme ahora de quitarlos de en medio con el mínimo de ruido.»
Mac Cormick sacó el viejo cuchillo Bowie que casi nunca usaba como no fuese para cortar o pelar la caza a que tantas veces había tenido que recurrir en sus solitarias cabalgadas.
Lamentó no saber lanzar el cuchillo como el mejicano que había conocido en El Paso. Para más adelante, si salía de ésta se propuso practicar su manejo.
Durante más de una hora, Mac Cormick estuvo esperando a que el hombre se acercase lo suficiente a él, para suprimirlo sin ruido, pero por lo visto el calor del fuego era tan agradable, que el pistolero raramente se alejaba de él más de cinco pasos. Y el tiempo iba pasando y su paciencia agotándose.
«No puedo echarlo todo a perder ahora», se dijo.
Minutos más tarde, se cambio el turno de guardia. El hombre que relevó al amenazado por Mac Cormick mostró con unos gruñidos su disconformidad con la perra vida que se veía obligado a llevar por culpa de unos “condenados y malolientes vaqueros”.
–¡Menuda idiotez! –masculló–. Esto lo solucionaba yo con unos disparos.
Había estado tan a gusto enrollado en su manta que el fresco suave de la noche le pareció el más insoportable de los fríos.
Se envolvió con una manta y, sin dejar de rezongar, se sentó al lado del fuego casi de espaldas a Mac Cormick.
Éste, casi aterido por el rato que había permanecido inmóvil aguardando pacientemente su oportunidad, la vio ahora.
Silencioso como un indio, se fue arrastrando hacia su derecha hasta que quedó completamente a espaldas del negligente guardián. Cada vez más sigilosamente se fue acercando cuanto pudo y comprobó con alegría que el hombre empezaba a dar bruscas cabezadas.
Espero casi un cuarto de hora y ya convencido de que el hombre estaba dormido se levantó y en pocos segundos se encontró a su lado.
Sacó el revólver, después de guardar el cuchillo, y con el cañón le dio un golpecito en la nariz del durmiente.
–Psit.
El pistolero alzó bruscamente la cabeza y lo primero que vio fue el Colt a pocos centímetros de sus ojos. Los abrió sobresaltado, y se iba a levantar cuando Mac Cormick susurró:
–¡Quieto! Un solo movimiento y disparo.
El hombre de dejó caer otra vez sobre la roca y Jason comprendió que estaba imaginando la manera de salir del apuro. Mac Cormick dio la vuelta por detrás de su dormilón prisionero y lo desarmó.
Lo hizo levantar y le mandó dirigirse hacia donde dormían los otros. El hombre, aun sabiendo a lo que se exponía, tosió fuerte y arrastró los pies.
Mac Cormick lanzó una maldición y golpeó con fuerza con el cañón del revólver la nuca del pistolero, que cayó pesadamente al suelo. Cuando quiso dirigir el arma hacia sus enemigos era ya tarde, porque dos fogonazos demostraron que el aviso había servido de algo a los hombres de O’Felan.
Mac Cormick notó cerca de su mejilla un soplo de aire, y casi inmediatamente una brasa que se pegó a uno de sus costados. Uno de los disparos le había alcanzado dolorosamente en las costillas. Con los ojos casi cerrados por las lágrimas que le producía el lacerante dolor, Mac Cormick disparó dos veces en rápida sucesión sin mover la mano de la cadera, dando así más seguridad a su pulso.
Por fortuna, un hombre despertado súbitamente, casi nunca reacciona con la misma rapidez que uno completamente despejado, y sin duda a eso debió Mac Cormick el seguir con vida, porque los dos nuevos disparos de los pistoleros volvieron a salir desviados antes de que la muerte se apoderase de ellos. El primero en tragar plomo del revólver de Mac Cormick fue el hombre que si lo hubiese obedecido aún viviría. Y lo tragó efectivamente, no en sentido figurado; la bala, como un abejorro furioso le destrozó la boca, la lengua, y finalmente le atravesó la garganta en su trayectoria de arriba abajo, para al fin, salir por la nuca.
La muerte del otro fue menos espectacular. Una mancha de sangre sobre su corazón, mostraba el lugar por el que la muerte había llegado a él.
Todo sucedió tan rápidamente que cuando los vaqueros, despertados por el ruido de los disparos, se hicieron cargo de la situación, los dos hombres ya estaban muertos. Mac Cormick, inmóvil en el mismo sitio desde el que había disparado, los miraba sin guardar el revólver, que, humeante, parecía un ojo vigilante deseoso de victimas.
Mac Cormick, oyó cuchichear su nombre a uno de los vaqueros que, sin duda, debía de haberlo visto en el rancho, antes de que O’Felan enviase allí sus hombres y los aislase de toda comunicación con el rancho.
–Arriba todos –dijo–, tenemos mucho trabajo.
Los vaqueros acabaron de incorporarse y lo primero que hicieron fue ir hasta el lugar donde estaban las armas que les habían sido arrebatadas. Se las colocaron rápidamente, mientras Mac Cormick recargaba el revólver. Lo que le preocupaba era que, con toda seguridad, los que cercaban el rancho habrían oído los disparos. Eso podía dar lugar a que O’Felan enviase a alguien a averiguar lo ocurrido. Bueno, tendrían que correr ese riesgo. La brasa del costado quemaba cada vez más y Mac Cormick optó por curársela lo mejor posible antes de…
Se quitó la camisa rota y ensangrentada y la tiró lejos de sí. Se miró con alguna dificultad la herida, situada en las costillas flotantes y comprobó con alivio que no tenía por qué preocuparse, pues la bala ni siquiera había acabado de entrar, limitándose a despellejarle un par de costillas.
–No es nada –le dijo al vaquero que se acercó a ayudarle.
–Desde luego –sonrió éste–, pero es un sitio muy doloroso. Le buscaré algo con que vendarlo.
Los otros tres vaqueros, ya habían hecho un fardo con el pistolero que había alterado el silencioso plan de Mac Cormick, y sin miramiento de ninguna clase lo habían tirado lejos del fuego, al pie de uno de los pinos.
Mac Cormick se sentó en la peña que había ocupado poco antes el maniatado pistolero y se dejó vendar por el vaquero, apretando los labios fuertemente para contener los quejidos de dolor que pugnaban por salir.
–¿Cuántos caballos hay por aquí?
–Pues… contando los de estos tipos, habrá unos once o doce caballos.
–No es mucho. ¿Podríamos conseguir más sin necesidad de llegar al rancho?
–Lo veo muy difícil, y más si como me estoy imaginando los quiere pronto.
–Desde luego, ha de ser pronto.
–En ese caso, lo siento pero no tenemos más… ¿Usted no ha…?
–No, he venido a pie –interrumpió Jason.
–¿Ha venido a pie desde el rancho? –el vaquero lo miró lleno de admiración, lo cual no es de extrañar, porque para un vaquero no hay peor tormento que desplazarse de un lugar a otro por sus propios medios. Se dice que un buen vaquero no llega nunca a pie a ningún sitio, ni siquiera a la mesa.
–Claro, pero no llevo sus botas.
Mac Cormick mostró los mocasines y uno de los vaqueros lanzó una exclamación:
–¡Eh, mis mocasines!
–¿Qué?
–Que esos mocasines son míos. Vamos… –pareció vacilar, pero la risa de Mac Cormick le dio la seguridad.
–Seguramente, porque no sé de dónde los sacó Lew.
–¿Lew? ¡Valiente mocoso! Yo le enseñaré…
Jason endureció tan repentinamente sus facciones y miró de tal manera al vaquero que éste enmudeció. Luego, dijo:
–No es que me importe, pero… quiero decir que incluso si los quiere se los regalo, pero al crío ése le he dar un escarmiento.
–Procure no ser muy duro con él, muchacho. Es mi hijo.
La exclamación brotó unánime de todos los labios. Sin excepción, los cuatro miraron asombrados al hombre que había pronunciado con toda tranquilidad las reveladoras palabras.
–Pero… –dijo al fin el que lo conocía, el que había cuchicheado su nombre a sus compañeros–, pero… ¿no se llama usted Mac Cormick? Usted es el pist… el hombre que el señor Fellows fue a buscar a San Juan…
–No tenemos tiempo que perder en explicaciones –dijo Jason; y añadió sonriendo–: Además no tengo por qué darlas… ¿no les parece?
Los vaqueros permanecieron silenciosos.
Ya vendado, se levantó y tras ponerse la camisa del maltrecho pistolero al que tuvieron que desatar y volver a atar, Mac Cormick hizo reunir los caballos de que disponían, con un total de doce.
Se volvió a sentar en la roca, con los vaqueros a su alrededor y dijo:
–Durante todo el día de ayer estuve elaborando un plan…
 
 
 
11
 
Al día siguiente, Fellows y los vaqueros ya estaban en pie cuando aún no había salido el sol y sólo una difusa claridad anaranjada se veía por el este.
Sin saber exactamente por qué, Fellows estaba seguro de que el plan que llevase a cabo Mac Cormick, daría resultado. Naturalmente, consiguió arrancar a Lew hasta la última palabra de todo cuanto sabía el pequeño, que, ni mucho menos, era el plan completo que había ideado Mac Cormick, ya que éste había procurado no decir más de lo imprescindible para que su hijo comprendiese mejor algunos detalles. Así pues, cuando el sol empezó a levantarse, todos los hombres del rancho estaban preparados para cualquier contingencia, ansiosos de oír los seis disparos que marcarían el momento del ataque.
Ello no quería decir que más de uno no dejase de pensar en la clase de enemigos que iban a tener enfrente y que tuviesen más de un gesto vacilante, pero…
–… pero no estoy dispuesto a quedar arruinado por culpa de ese condenado granuja –decía en aquel momento Fellows–. Sin embargo, si alguno de vosotros prefiere no intervenir en la lucha que lo diga. Que lo diga, y mientras los demás luchamos, puede ir a esconderse en el establo…
Hubo un movimiento nervioso entre los vaqueros pero ni uno sólo levantó la mano, lo cual le hubiese marcado como cobarde.
–Gracias, muchachos –dijo al fin Fellows–, veo que en mi casa no hay ningún cobarde.
Miró hacia donde casi desdibujados en el amanecer, los hombres de O’Felan, a caballo, no perdían de vista el rancho.
En aquel momento, uno de los pistoleros, el que había sustituido a Snack Roberts en la jefatura de la banda, estaba hablando con O’Felan, que miraba hacia el con el ceño fruncido.
–Estoy seguro de que preparan algo, patrón. Ya sé que los vaqueros siempre se levantan temprano, pero hoy es el día que más los veo madrugar. Y teniendo en cuenta que no tienen nada que hacer, me resulta muy sospechoso.
–En ese caso más motivos para no descuidar ni un solo momento la vigilancia. Y si atacan…
El pistolero sonrió fríamente.
–No pasarán de aquí.
Cuando Net, después de una noche de sueño ligero y nervioso, se levantó, miró como siempre por la ventana de su habitación a las montañas de enfrente, verdimoradas, y vio el lametazo que ya el sol ponía sobre ellas. Giró la vista a su alrededor y se percató de que O’Felan no desistiría de sus propósitos, pues sus hombres seguían en el mismo sitio en que se habían aposentado el día anterior.
Recordó el papel que le entregara Jason la noche pasada y volvió a leerlo. No había dicho nada a nadie de lo que allí se revelaba, ni siquiera a Lew, y en aquellos momentos no supo si hacerlo o no. ¿Y a su padre? Estaba sumida en la duda, pero tenía que tomar una resolución.
¿Qué sería lo que habría hecho Charles, que Jason se lo reprochaba? Indudablemente algo horrible para que se hubiese pasado seis años odiándole… ¿Y por qué si vivía el padre de Lew, Charles había traído el niño a aquella casa, diciendo que era huérfano, que no tenía a nadie en el mundo?
Net no pudo por menos de reflexionar que la extraña conducta de Jason, al aceptar todo lo que se le había dicho sin alterarse, era una prueba muy clara de que su llegada allí no era casual, ni mucho menos su estancia en un lugar que el primer día le había sido hostil.
Y lo que Jason podía buscar, después de leer la carta no podía escapársele a Net. Venganza. Pero ¿qué había hecho Charles, para que un hombre como Jason quisiera vengarse? Porque él no era un pistolero; no al menos lo que se entiende por pistolero, por hombre que se alquila para matar. Poco importaba que su habilidad con las armas pudiese servir para calificarlo de tal, porque él, Net estaba segura, era un hombre bueno…
Seis disparos seguidos hicieron latir descompasadamente el corazón de Net. Jason había triunfado. Los seis disparos eran la señal de que todo había salido bien.
En la explanada, frente a la casa, su padre dio la voz de ataque. Inmediatamente, quince hombres se hallaron sobre sus caballos gritando y sacando a relucir sus armas.
Se acercaron al galpón, abrieron la valla de madera y se lanzaron hacia donde los pistoleros, todos ellos tumbados y con un rifle cada uno, los veían acercarse, mientras sonreían despectivamente. Nada más fácil que hacer blanco sobre aquella pandilla de imprudentes muchachos, que se estaban lanzando a una muerte cierta y estúpida.
Entonces empezaron a oír los silbidos de las balas que sembraron el desconcierto entre los tumbados hombres que segundos antes tenían una sonrisa en los labios. Uno de ellos se levantó e instantáneamente cayó fulminado mientras la cabeza estallaba en un horrible surtidor de sangre que salpicó a sus compañeros.
Pero no eran ellos los únicos desconcertados porque también los vaqueros frenaron su loca galopada, mirando hacia las verdimoradas montañas, desde cuya cresta, varias nubecillas de humo subían hacia el cielo deshilachándose rápidamente.
–¡Ése es Mac Cormick! –gritó Fellows–. ¡A tierra, muchachos!
Saltaron de los caballos, pero no lo suficientemente rápidos, porque sus enemigos, rehechos ya de la sorpresa, y furiosos por la estratagema de los que hasta aquellos momentos habían estado menospreciando, comenzaron a disparar sin contemplaciones de ninguna clase y tres vaqueros no necesitaron hacer ningún esfuerzo para tumbarse en el suelo, porque los abatieron cruelmente.
Fellows soltó una maldición, y descargó en pocos segundos su arma contra los parapetados contrarios, que estaban atrapados cogidos entre dos fuegos, ya que desde las montañas, situadas a menos de quinientos metros, seguían llegando mensajes de muerte.
La mitad luchaba contra los vaqueros, y la otra mitad se esforzaba inútilmente en localizar a los invisibles tiradores, que estaban causando más daño que los vaqueros. O’Felan soltó una exclamación de alegría al ver aparecer, de pronto, un grupo de diez o doce jinetes en lo alto de la cresta, que se recortaron nítidamente sobre el horizonte lejano del cielo.
–¡Allí están! –exclamó–. ¡Fuego contra ellos!
Fellows y los vaqueros contemplaron con horror como los jinetes permanecían inmóviles en su peligroso lugar mientras los pistoleros disparaban frenéticamente, llenos de deseos de venganza, hacia los hombres que les habían hecho pasar tan mal rato.
Dos de los caballos cayeron, arrastrando a sus jinetes en su caída montaña abajo, rodando en un amasijo irreconocible de hombre y caballo. Pero los restantes emprendieron una veloz, dispersa, y sobre todo disparatada bajada, entrecruzándose unos con otros y chocando, sin que al parecer, hiciesen nada por evitarlo. Otro caballo rodó por la ladera arrancando un grito de miedo a su jinete, que cesó de oírse en el acto.
Los pistoleros, cegados por la facilidad incomprensible de los blancos que tenían a su alcance, casi olvidaron a los vaqueros, que sin perder ni un solo segundo siguieron vaciando sus armas contra ellos.
Pero lo más sorprendente fue que, desde lo alto de la cresta, empezaron a oírse nuevos disparos, cada vez más certeros y por lo tanto, más mortíferos.
Nuevamente se desconcertaron pistoleros y vaqueros.
Pero los pistoleros no podían perder el tiempo en asombros. Siguieron disparando contra los jinetes, que ya eran solamente cinco, pues otro caballo había caído también antes de llegar al llano y otro se había quedado retrasado. Se veía al jinete tambalearse de un lado a otro y aguantando tranquilamente la gran cantidad de balazos que, forzosamente, tenían que haberle atravesado.
Poco antes de que el resto de los jinetes estuviesen casi encima de los pistoleros, uno de éstos soltó una exclamación llena de rabia, que hizo comprender a sus compañeros la impasibilidad de los acribillados jinetes.
–¡No son hombres! Son… son… muñecos…
Cada vez más furiosos, los pistoleros se volvieron otra vez contra los vaqueros, desistiendo de su inútil malgastar de balas contra los jinetes de paja, y vestidos con pantalones, camisa y sombrero, cuya estabilidad a la silla estaba asegurada por las delgadas cuerdas que los ataba al vientre de cada caballo, que con tan ligera carga galopaban locamente y siguiendo la pendiente de la ladera de la montaña hacia los chasqueados hombres de O’Felan.
Pero no todos los jinetes eran de paja, como pudieron comprobar cuando los asustados animales pasaron cerca de ellos.
–¡Ahí va Jim! –exclamó uno de ellos señalando al ensangrentado jinete que, también atado a la silla, pareció contemplarlos brevemente con vidriosa mirada,  como mudo reproche a los que habían sido sus compañeros.
El espectáculo hizo palidecer a más de uno de los hombres que hasta aquel momento se habían considerado invencibles en aquella apartada región de la salvaje Nuevo Méjico.
Y desde la cresta seguían llegando sin interrupción los certeros disparos.
 
 
 
12
 
De una docena de pistoleros con que O’Felan había creído poder conseguir sus propósitos, sólo cuatro permanecían en pie. Éstos, de común acuerdo, emprendieron un prudente repliegue hacia sus caballos…, los pocos que quedaban, ya que la rápida pasada de sus congéneres había arrastrado a más de uno en la galopada.
Afortunadamente para los supervivientes, quedaban suficientes caballos para ellos. O’Felan, con una pierna herida, consiguió llegar medio a rastras hasta uno de ellos. Sus hombres ni siquiera le prestaron atención, atentos únicamente a su propia salvación y prescindiendo de cualquier consideración hacia su lastimosa cojera.
O’Felan comprendió que había perdido la partida completamente y ni siquiera pidió una ayuda que de antemano sabía que se le negaría. Cuando consiguió montar, los que habían sido sus hombres estaban ya a más de veinte metros.
Apenas se pusieron a descubierto, entraron en acción los vaqueros de Fellows, ansiosos de cooperar a la eficaz actuación de Mac Cormick y sus compañeros de “La Olla”.
De los cuatro, sólo dos consiguieron ponerse fuera del alcance de la puntería de los vaqueros. O’Felan se decidió a seguirlos y cuando juzgó que era el momento, se inclinó cuanto pudo sobre su cabalgadura y picó espuelas. Milagrosamente, consiguió pasar la invisible hoz que, viniendo desde atrás segaba vidas con inexorable indiferencia.
Unos cuantos vaqueros quisieron salir en su persecución, pero Fellows los contuvo.
–Dejadlo. Nada puede hacer ya. Y al fin y al cabo él no es un pistolero… Aunque merece morir.
Pero desde la cresta, Mac Cormick también reconoció al jinete, pues sus ropas, con la elegante chaqueta flotando al viento, lo identificaron. Vestido solamente con los pantalones, mostrando su amplió torso vendado, Mac Cormick se lanzó ladera abajo, seguido por los semidesnudos vaqueros que se resignaron a las bromas que inevitablemente les gastarían sus compañeros de equipo en cuanto los vieran con aquella facha.
Mientras sus hombres cuidaban de los compañeros heridos y de los pistoleros que no habían muerto, Fellows galopó hacia Mac Cormick. Una amplia sonrisa ensanchaba su boca cuando llegó hasta él.
–¡Buen trabajo, Mac Cormick! Lástima que parece que se nos ha escapado el sinvergüenza de O’Felan.
–Deme su caballo, Fellows –contestó Mac Cormick–. Aún no se ha escapado.
–¡Oh, déjelo! Creo…
–Ya le advertí a O’Felan que haría de esto una cuestión personal…
–Vamos, vamos… Además, veo que está herido…
–No discutamos más y déjeme el caballo.
–Está bien. Iré con usted.
Llamó a uno de los vaqueros y le pidió su caballo. Mac Cormick montó y dijo:
–No es necesario que venga usted. Ya le he dicho…
–No me importa lo que dijo –replicó Fellows. Dio algunas instrucciones al vaquero que había traído el caballo para Mac Cormick, y finalmente se volvió hacia éste–. ¡Cuando quiera, Mac Cormick!
Los dos se lanzaron en la dirección que había tomado O’Felan, mientras los vaqueros se ocuparon de todo al mando del capataz.
Net y Lew, que se acercaron en cuanto acabó el tiroteo, vieron marchar a los dos. Sin pensarlo, Net montó sobre el primer caballo que encontró y partió en pos de ellos.
Cuando Fellows y Mac Cormick llegaron al rancho de O’Felan encontraron la puerta completamente abierta. Con desconfianza, Mac Cormick entró de un rápido salto, temiendo que al cruzar el vano de la puerta sentiría los balazos que buscarían su cuerpo.
Pero no fue así, y poco después se convencieron de que en la casa no había absolutamente nadie.
Mac Cormick se encontró algo desconcertado, sin saber qué dirección tomar pero no así Fellows, cuya deducción no podía tener más lógica.
–Desde luego, ha estado aquí. Las vendas que hemos visto demuestran que se ha hecho una cura… y posiblemente también habrá venido en busca de su dinero. Pero no creo que aquí tuviese mucho, así que habrá ido a San Juan a sacarlo de nuestro pequeño banco.
Sin decir palabra, Mac Cormick saltó nuevamente sobre el caballo y le hizo un gesto. Fellows también montó pero aún siguió hablando:
–Y si se nos escapa, también sé donde le podremos encontrar, puesto que no creo que deje perder el ganado que tiene en camino hacia el mercado… Muy listo, ¿verdad, Mac Cormick? Si se escapa aún se llevará un buen pico. Claro que pierde las tierras… ¿Qué le impulsaría a cometer semejante tontería?
–Bien, vamos –se impacientó Mac Cormick.
De pronto, Mac Cormick vio venir hacia ellos a Net. Ésta llegó sonrojada y anhelante hasta Mac Cormick y poniendo su caballo junto al de él gimió:
–¡Oh, Jason, te hirieron!
Sus lindos ojos azules, agitados, dijeron a su padre los sentimientos que ella sentía hacia el pistolero que había decidido rápidamente, con sólo proponérselo, la victoria de su bando. Pero Fellows permaneció aún a la expectativa, escrutando el rostro de Mac Cormick para ver cuál era su reacción.
Éste se limitó a desentenderse de las manos que querían coger las suyas y a murmurar:
–No es nada, señorita…
Ella levantó la vista con expresión dolida.
–Jason…, anoche…
–Olvide lo de anoche. Y le ruego que me devuelva el papel que le di. Puesto que no he muerto, yo me encargaré de que llegue a su destinatario.
Mac Cormick alargó una mano que Net se apresuró a coger entre las suyas.
Su padre lanzó una exclamación de sorpresa.
–¡Net!
–Le quiero, papá. Y él a mí también, aunque ahora no lo parezca.
Fellows miró a Mac Cormick con el ceño fruncido.
–¿Es cierto eso, Mac Cormick?
–No, señor.
–¡Jason!
Net lo miraba con los ojos muy abiertos y brillantes. Jason vio en ellos el dolido reproche a su mentira. La miró a su vez, procurando no demostrar la realidad de sus sentimientos.
–Lo siento, señorita, de veras. Anoche creí que no saldría con vida de mi empresa y seguramente eso me hizo decir cosas que no sentía… Yo… yo no puedo quererla, Net.
–¿Por culpa de Charles? –preguntó ella con un hilo de voz.
–Sí.
–¿Qué tiene que ver Charles con todo esto? –preguntó Fellows– ¿Y de qué diablos conoce usted a mi hijo, Mac Cormick?
–Él se lo dirá cuando venga, señor Fellows. Lo conocí hace tiempo..., y ahora me da la sensación de que aún hace más de seis años…
Mac Cormick inclinó la cabeza. Fellows miró interrogativamente a Net que hizo un gesto dando a entender que ella no sabía nada.
Net volvió a coger una mano del súbitamente silencioso Mac Cormick.
–Todo puede arreglarse, Jason –dijo dulcemente.
Mac Cormick la miró y esbozó una mueca amarga.
–¿Todo?
–Oiga, Mac Comick –intervino Fellows–. Cualquier cosa que tenga usted contra mi hijo, dígalo de una vez. Le aseguro que haré todo lo posible por reparar la falta que…
–Nunca la podrá reparar, señor Fellows. La muerte no tiene arreglo.
Padre e hija palidecieron. Durante unos segundos ninguno de los tres dijo nada. Luego, cuando Net quiso hablar Jason la interrumpió con un gesto.
–Sí, Net: Charles mató a mi mujer. Y se llevó a mi hijo.
Fellows palideció aún más. Su cara parecía de arcilla. Dijérase que, súbitamente, se había secado, perdido todo color y vida. Net se llevó las manos a la cara y rompió a llorar.
Su padre consiguió decir con una voz tan ronca que era casi ininteligible:
–Mi hijo… ¿ha matado a una mujer…, a su mujer, Mac Cormick?
Mac Cormick permaneció mudo, mirando fijamente al atribulado Fellows. Net seguía sollozando. Cuando levantó la mirada, sus bellos ojos azules, enrojecidos, se fijaron en los del hombre que amaba y que, ahora lo comprendía, no podía corresponder a su amor.
–Jason…
–Nada importa ya, Net. Sólo mi hijo y…
–¿Qué, Jason?
–Lo siento, Net… Mi hijo y mi venganza. Son las dos únicas cosas que han seguido siendo mías a pesar del tiempo y de todo cuanto he pasado hasta llegar aquí.
–Usted… –habló Fellows–, usted llegó aquí en busca de Charles, ¿no?
–Sí.
–¿Quiere matarlo?
–Ése ha sido mi pensamiento durante seis años… Pero antes, señor Fellows, tengo que liquidar la cuenta de Lew. No tendrá ninguna obligación de pensar bien de ustedes, los Fellows, porque yo he devuelto todo cuanto hayan gastado en él. Y dentro de poco mataré a O’Felan para que no haya dudas de que los Kirby no debemos nada a los Fellows, sino todo lo contrario.
–Yo no puedo luchar contra usted, Mac Cormick, pero si usted viene a buscar a mi hijo para matarlo, no me quedará más remedio que disparar contra usted, haré que mis hombres…
–Sobran explicaciones, señor Fellows. Y ahora, adiós. Voy a hacer el último favor a los Fellows. Y es mejor que no me acompañe, ¿no le parece?
Con la cabeza caída sobre el pecho, lleno de la amargura de saber que su hijo era un asesino, que no había vacilado ante una mujer, Fellows hizo caminar su caballo hacia el dejando que el animal escogiera el camino.
Net se quedó al lado de Mac Cormick. Se limpiaba las lágrimas y miraba con los ojos aún llorosos a Mac Cormick, que parecía no notar su presencia.
Pero Net tampoco decía nada, así que Mac Cormick le lanzó una última mirada y haciendo volver grupas al caballo, marchó en dirección a San Juan del Río. Cuando oyó ruido de cascos detrás de él, se revolvió ágilmente en la silla con el rifle dispuesto para disparar, pero inmediatamente reconoció a Net. Si quería seguirlo, que lo siguiese.
Poco después, San Juan apareció a su vista y sólo entonces redujo la marcha de su caballo. Se paró en la entrada del pueblo y lo miró con desconfianza. Era aún temprano y la gente, la poca gente que había allí, miró a Mac Cormick con interés, pues su aspecto era de lo más apropiado para despertarlo. Vestido sólo con los pantalones y los mocasines, y las costillas fuertemente apretadas por el vendaje, sin sombrero y mirando agudamente a todos lados, Mac Cormick ofrecía una estampa salvaje y llena de vigor.
–¿Dónde está el banco? –peguntó a uno de los mirones.
Éste señaló el lugar.
Mac Cormick sacó el rifle que había cruzado en la silla de su prestada cabalgadura y movió la palanca.
Dos cartuchos brillaron en el aire antes de caer sobre el polvo, donde quedaron casi sepultados. Recargó el rifle hasta que ya no le cupo ningún cartucho en la recamara y entonces miró hacia atrás.
Net seguía tras él.
 
 
13
 
Mac Cormick se encogió de hombros y decididamente enfiló la calle en dirección al banco. Quizás O’Felan ya hubiese escapado y estaba perdiendo el tiempo buscándolo allí, pero tenía que agotar hasta la última posibilidad de encontrarlo antes de que saliese del pueblo, porque entonces le resultaría mucho más difícil encontrarlo.
El toptop de los cascos del caballo le recordó el día que entró por primera vez en el pueblo.
¿Cuánto hacía de eso?
Desde luego, menos de lo que le parecía a él.
¡Qué poco se imaginó entonces que allí acabaría su búsqueda!
Desde donde estaba ahora veía el lugar en que cayó muerto Snack Roberts, el pistolero traganiños que había cometido el mortal error de creerlo una presa fácil.
A la derecha de la calzada, tal como le habían indicado, vio el banco.
 Detuvo el caballo, y desmontó.
La puerta de cristales estaba cerrada y un silencio absoluto reinaba en torno a él. Se cambió el rifle a la mano izquierda y lentamente comenzó a caminar hacia allí.
Ya había visto el sudoroso caballo que esperaba delante del edificio. Supo que O’Felan estaba allí, pues no concebía que nadie reventase así un animal a menos que estuviese huyendo.
Desde la calle no se veía el interior del banco y cuando se dio cuenta del peligro que eso significaba para él, oyó el disparo y ruido de vidrios rotos. Una quemazón en la cabeza y el dolor que notó le hizo comprender que había sido herido. Había caído como un novato…
A través de las lágrimas de dolor que nublaba su vista, Mac Cormick vio por la abertura que había dejado el cristal roto, la contraída cara de O’Felan, que le estaba apuntando serenamente con el revólver. Su bello rostro, de hombre elegante, estaba afeado por la mueca de odio hacia el hombre que había desbaratado todos sus planes.
Todo esto lo vio Mac Cormick en un segundo porque su cabeza comenzaba a girar locamente hacia la derecha, hacia la derecha…
Cayó justamente cuando O’Felan disparaba por segunda vez y como en un sueño pesado y doloroso oyó la maldición con que su enemigo acompañó el fallo del disparo.
En el suelo, Jason Mac Cormick, el hombre que después de seis años de buscar a otro hombre había encontrado su verdadera personalidad de Abel Kirby, se revolvió con su último esfuerzo consciente hacia el lugar desde el que le querían matar.
No podía morir ahora. Para eso tanto daba haber muerto seis años antes… Se hubiese ahorrado seis años de sufrimientos, de odio, de incansable búsqueda…
Notó en su mano el contacto de su revólver y, con los ojos cerrados, comenzó a disparar hacia donde había visto, antes de caer, la cara de su cobarde adversario.
Descargó el revólver, pero eso no lo supo, porque los dos últimos disparos los hizo ya sin sentido, poco antes de empezar a caer cada vez más vertiginosamente en un pozo negro y profundo.
Un desagradable sabor a polvo fue su última sensación.
Después, nada.
 
*     **     *
 
Cuando abrió los ojos no vio absolutamente nada. Le dolía la cabeza y como aún le molestaba más que la oscuridad se llevó la mano a ella. Notó el contacto suave de las gasas y la retiró inmediatamente. Claro que lo recordaba todo… hasta el sabor desagradable del polvo. Pero después de eso nada podía recordar porque nada sabía. Bien, estaba vivo y eso era más de lo que hubiese podido esperar dado el desafortunado y desigual combate que tuvo que librar.
Oyó un ruido a su derecha y ladeó la cabeza hacia allí. Ahora sí vio la luz. Pero era una luz rojiza…
–Se pone el sol –murmuró.
Una sombra se movió hacia él desde el lugar en que había permanecido tan inmóvil que parecía formar parte de la penumbra. Al atravesar la línea roja del sol, Mac Cormick vio la forma de la cabeza de quien se acercaba a él.
–Net…
Una mano suave acarició su mejilla.
–Sí, Jason, soy yo.
Ella se sentó en el borde de la cama y permaneció allí silenciosamente, comprendiendo que él no se daba perfecta cuenta de su situación.
–¿Qué pasó, Net, qué pasó…? ¿Cómo es que estoy vivo?
–Mataste a O’Felan, Jason…
–¿Yo?
–Claro.
Se hizo un nuevo un largo silencio que volvió a romper Mac Cormick.
–Estoy en tu casa, ¿verdad?
–Sí.
–¿Dónde está Lew… mi hijo?
–Fue a la explanada. Le dije que le avisaría cuando recobrases el conocimiento.
–¿Sabe…? ¿Le has dicho…?
–Sí, Jason, se lo he dicho.
–¿Cómo reaccionó?
Net notó la gran ansiedad en la voz de Mac Cormick y sonrió. Sabía que él no vería su sonrisa pero sonrió. Sonrió porque…
–Él te lo dirá. ¿Cómo te encuentras?
–No lo sé. Bien, supongo. ¿Estoy herido?
–Claro, ya lo sabes. Tienes una herida sin importancia en el costado y otra en la cabeza. El haber recobrado ya el sentido significa que ésta tampoco tiene importancia.
–¿Qué hago en una cama?
–Descansar… Jason: ¿podrías sostener una conversación larga? Mejor dicho: ¿te sientes capaz de escuchar una larga explicación?
–Si quieres saber si me encuentro bien, pues sí.
Net se levantó sin decir nada más. Fue hasta la ventana y la abrió. Entró una luz cálida y agradable que disipó las sombras.
Mac Cormick guiñó los ojos, deslumbrado. Antes de que pudiese darse cuenta de nada, Net había abierto la puerta y sin ninguna explicación salió cerrando tras ella.
Segundos después Mac Cormick oyó unos pasos fuertes que se pararon ante la puerta. Desde luego, no eran de Net. Eran pasos de hombre. ¿Por qué no entraba aquel hombre? ¿Qué hacía detrás de la puerta?
–Pase quien sea –gruñó Mac Cormick.
La puerta se abrió lentamente y la luz rojiza que entraba por la ventana, iluminó las agradables facciones de un hombre que quedó inmóvil en el umbral.
–¡Charles! –exclamó Mac Cormick.
Charles Fellows, el hombre buscado durante seis años, entró y cerró la puerta a sus espaldas. En la mano derecha llevaba un revólver.
Se acercó al lecho donde estaba tendido Mac Cormick y sonrió cariñosamente.
–Hola, Abel.
Abel Kirby, definitivamente recobrada su personalidad, fijó la vista en el revólver que empuñaba Charles Fellows. Éste captó la mirada y volvió a sonreír.
Alargó la mano y puso el revólver en la cama, al alcance del herido.
–Es para ti –musitó.
Abel Kirby permaneció silencioso, sin hacer intención de coger el arma, mirando fijamente al hombre que de esta manera ponía su vida a su disposición.
–Está cargado, Abel. Puedes desahogar en un segundo tus seis años de odio.
Sacó un papel que Abel conocía perfectamente. Pero éste seguía petrificado notando las manos frías y el corazón agitado.
Charles cogió una silla y se sentó al lado del que había sido su amigo.
Éste agitó la cabeza y lo miró fijamente.
Con voz ronca preguntó:
–¿Por qué lo hiciste, Charles?
–Ya me lo preguntas aquí, Abel. –Agitó el papel.
–Lo sé.
–He pasado seis años cuidando a tu hijo como si fuera mío, Abel. No sé qué habrás hecho tú durante ese tiempo…
–¿Que qué he hecho yo durante seis años? –preguntó con voz tensa–. Buscaros a los dos. A mi hijo para tenerlo conmigo y a ti…
–Para matarme, ¿no?
Abel no contestó.
–Déjame hablar a mí, Abel. Luego puedes hacer lo que quieras. Sólo te pido que me creas, pero aunque no sea así, déjame llegar hasta el final…
Abel Kirby miró al hombre que le pedía atención y que creyese en sus palabras. Lo miró a los ojos y asintió:
–Habla.
Charles que había temido una reacción menos pacífica, relajó la tensión que le había dominado hasta aquel momento.
–Cuando yo era más joven, me aburría la vida del rancho…
–Pero…
–No me interrumpas. Lo contaré a mi manera… Pues sí, me aburría en el rancho. No era una vida muy emocionante. Siempre lo mismo día a día y, además, con la seguridad de que nada debía temer puesto que era hijo de gente bastante rica. El rancho sería mío algún día y nada me habría costado ningún esfuerzo. No era eso lo que yo quería y así, entre eso y un poco de tendencia a la aventura, decidí marcharme a ver qué era lo que aprendía por ahí. Durante bastante tiempo fui de un lado a otro aprendiendo todo lo malo que se me presentaba, frecuentando la compañía de tahúres, borrachos, pistoleros…
»Un día, hace de esto siete años, llegué a Tejas, a un pueblecito llamado Aguadulce. Allí nos conocimos, Abel. Nos hicimos amigos a pesar de que tú sabías que nada bueno podías haber esperado de mí, porque enseguida te diste cuenta de que yo era un cabeza loca. Y acertabas, claro…
Charles Fellows suspiró fuertemente. Luego siguió con su historia:
–Tú vivías en un ranchito, y eras feliz con tu mujer y tu hijo… Y si no hubiese ocurrido nada ahora serías seguramente un hombre rico… Pero de momento, aquel pequeño ranchito era tu hogar, el que tú, a costa de tu esfuerzo, estabas convirtiendo en algo seguro y hermoso para tu mujer y tu hijo.
»Allí fui tratando a Helen, y el amor que había sentido por ella el primer día que la vi, en Aguadulce, fue creciendo y creciendo… No me mires así, Abel. Me enamoré de ella, pero a pesar de mi vida…, de la vida que llevaba entonces, yo era un hombre de honor. Eso y mi afán de corresponder a tu amistad, la mejor y más completa que he tenido jamás, trazaron mi línea de conducta. Ni tú ni ella os disteis nunca cuenta de mi amor, a pesar de que iba muy a menudo… ¿O te diste cuenta, Abel?
–No –contestó Abel con voz velada.
–Ése era mi deseo, porque si lo hubieses notado, nuestra amistad se habría deshecho. Durante unos meses, nuestra amistad fue buena y agradable. Me gustaba tu compañía y cada vez que me invitabas a tu casa quería negarme, pero no podía. Era demasiada tentación… ¡Dios mío, cómo la amaba! La quería de verdad, Abel, y eso no debe ofenderte. Pero a ti también te quería. Era una hermosa amistad, ¿no? Nunca me preguntaste nada, ni me reprochaste nada a pesar de saber que mi vida era bastante irregular. Sencillamente, aceptaste mi compañía, mi nombre y mi amistad, sin saber de dónde venía ni por qué estaba allí, ni qué pensaba hacer entonces o más adelante. Y yo agradecía tu discreción, Abel, a pesar de que nada malo había hecho nunca y, por lo tanto, nada tenía que ocultar…, a no ser mi amor por Helen. Un día tuviste que ir a San Antonio, ¿recuerdas? Claro: todo ocurrió ese día. Yo me quedé cuidando de Helen y el niño, y tú te fuiste tranquilo porque esta vez creías dejar bien seguros a los que amabas. Seguramente, si los hubieses llevado al pueblo, como otras veces, no hubiese ocurrido nada, pero confiaste en mí… ¡Qué mal lo hice, Abel!
Charles inclinó la cabeza y la escondió entre las manos. Permaneció así unos segundos; luego la levantó y prosiguió:
–Helen era conocida en el pueblo por su belleza. Tú lo sabías y para no dejarla sola, confiaste en mí –rio amargamente–. ¡En mí!
»Los indeseables de Aguadulce debieron de verte marchar y, por la impedimenta que llevabas, dedujeron que te ibas bastante lejos. Al ver que, como tantas veces habían observado, esta vez Helen no se quedaba con su padre, creyeron que estaría sola. Sola y lejos del pueblo, donde nadie podría enterarse de nada de lo que ocurriese en un pequeño ranchito… ¿No era ésa la ocasión que debían coger por los pelos?
»Tres o cuatro de esos malditos bandidos, consiguieron, después de beber mucho, reunir la suficiente maldad para acercarse hasta tu casa. Helen era demasiado hermosa y pura para aquellos lugares, y yo no tenía tu habilidad con las armas.
»Durante el resto del día en que te marchaste yo ayudé a Helen en todo lo que podía, y jugaba con tu hijo. ¡Todo iba tan bien! Yo estaba contento porque te prestaba un servicio, una ayuda, y porque estaba con Helen. Abel, te juro que nunca… nunca se me ocurrió nada que…
–Comprendo.
Abel Kirby se preguntó por qué estaba creyendo lo que le contaba Charles. ¿Acaso veía sinceridad y tristeza en sus palabras? Sea lo que fuese, empezaba a convencerse de que durante seis años había estado equivocado.
Pero Charles seguía hablando:
–… Cuando los oí, ya estaban descabalgando frente a la casa con fuertes risas y palabras obscenas, que me hicieron comprender enseguida lo que se proponían. Iban completamente borrachos y en esas condiciones hubiese sido inútil hacerles comprender lo inhumano de sus propósitos.
»Me entró frío y miedo, pero me dije que antes de conseguir lo que querían tendrían que matarme… ¡Y ni siquiera eso supieron hacer, Abel, ni siquiera eso!
Charles volvió a esconder la cara entre las manos y Abel oyó los sollozos contenidos que le afirmaron en su impresión de que le estaba contando la verdad.
–Entraron brutalmente –siguió Charles– y se sorprendieron al verme con el revólver empuñado. Debían de ir convencidos de que Helen estaría completamente sola. Primero debieron de  pensar otra cosa porque dijeron algo de que me había dado más prisa que ellos, pero pronto comprendieron la verdad y se echaron sobre mí. Yo estaba tan nervioso y alterado que el primer y único tiro que disparé, no acertó a ninguno. Entre los cuatro me golpearon, pasando de los puños de uno a los puños de otro, enardeciéndose cada vez más. Y uno de ellos pronunció la frase que ha dado lugar a que durante todo este tiempo hayas estado buscándome: “¡Mátalo como al otro!”
»¿Comprendes, Abel? Al oír esto creí que te habían matado. ¿Quién podía ser el otro, sino tú? Me golpearon tanto, que al fin ya no pude más y caí…
»No sé cuánto tiempo después, empecé a oír los gritos de Helen, que venían de vuestro dormitorio. Lew estaba fuera, a mi lado, llorando, y no se me ocurrió nada más que sacarlo de allí inmediatamente. Quería volver, después de recoger el rifle que tenías guardado en el granero, cuando vi salir a uno de ellos, que me buscaba con la vista. Al parecer, él ya estaba listo y recordó el peligro que significaba para ellos que yo siguiese con vida. Él también me vio y disparó antes que yo. No me hirió, pero yo sí le herí a él. Pero luego, salió otro y no tuve más remedio que huir, si quería hacer algo por el pequeño. Así ocurrió todo, Abel. Galopé frenéticamente para alejarme cuanto pudiese. Iba lleno de miedo. Todo parecían haberlo conseguido los malditos. Y entonces sólo quería vivir. ¡Me había entrado tanto miedo a la muerte, de pronto!
»Cuando reaccioné, estaba lejos de allí. Volví avergonzado y desde lejos, vi un grupo de gente delante de tu casa. Escondido, vi cómo sacaban el cuerpo de Helen. Entonces, Abel, me fui…, me vine aquí…
Durante unos minutos, los dos hombres quedaron silenciosos, cada uno sumido en sus pensamientos, sin ver al otro.
El sol había ido cayendo y ya sólo entraba una débil claridad de crepúsculo agonizante que predisponía a la tristeza y a la meditación.
Por fin habló Abel:
–¿Por qué no dejaste a Lew con su abuelo? Al menos eso me hubiera quedado de Helen.
–¿No te he dicho que te creí muerto? Y para mí, también era hijo de ella, ¿comprendes?
–Pero el abuelo tenía más derecho que tu a quedarse con el niño.
–De eso es de lo único que puedes acusarme. De eso y de tener miedo, Abel. Por miedo, ni volví por Aguadulce. Sabía que en cuanto me vieran los hombres que habían cometido tal canallada, no viviría ni un segundo más. Y ya muerta Helen, ¿por qué hacerme matar? Podía hacer algo en su memoria cuidando a su hijo toda mi vida. Aunque me hubiese casado y tenido hijos, Lew siempre…
–Voy a llevarme a Lew, Charles.
Éste asintió con un leve movimiento de cabeza.
–Me lo temía. Debes considerarlo justo, ¿no?
–Es mi hijo. ¿Crees injusto mi deseo de vivir con él?
Charles Fellows miró hacia la ventana con los ojos llenos de tristeza.
–No, claro…
La conversación decayó y la noche sorprendió a los dos hombres en el mismo sitio, inmóviles.
 
 
14
 
Por fin, Chales se levantó y sin decir palabra salió de la habitación dejando a Abel con nuevas cosas en que pensar. Desde luego, había dado completo crédito a todo lo que le había contado Charles.
Todo había sonado a sincero y a triste. El hombre al que durante seis años había estado odiando, había notado también la ausencia de Helen…, pero él había tenido a Lew.
La puerta se abrió sin ruido, inesperadamente, y su hijo, su pequeño Lew, preguntó si podía pasar.
–Claro, Lew –dijo Abel con emoción–, ya es hora de que hablemos como deben hablarse un padre y un hijo.
El chiquillo se adelantó lentamente hasta llegar al lado de la cama.
–¿Te molesta ser mi hijo, Lew?
–No sé…
–Ya te dije una vez que el hombre debe saber siempre lo que quiere y lo que no quiere, lo que le molesta y lo que no le molesta, ¿recuerdas?
–Sí.
–Muy bien. Dime: ¿crees que podrás acostumbrarte a mí?
Lew permaneció silencioso mirando con sus grandes ojos muy abiertos al hombre que hasta unos pocos días antes era para él un pistolero desconocido y ahora era su padre, el padre bueno y valiente del que Charles le había hablado siempre.
–¿Por qué querías matar a Charles? Él es bueno.
–Ya lo sé, Lew. Es bueno. Pero durante seis años yo he estrado convencido de que él mató a tu madre…
–Él no la mató. Charles es bueno –se obstinó Lew.
–Lo sé, Lew, lo sé. Pero de la manera que ocurrieron las cosas a mí me pareció que Charles era malo.
–Tú eres malo.
–¡Lew! –Abel Kirby se incorporó aún más en la cama, y cogió a su hijo de un brazo, apretándoselo duramente. Luego habló con voz temblorosa–: Yo he estado buscándote siempre. Yo soy tu padre, Lew. Había pensado que nos iríamos juntos muy lejos de aquí… A California, y que ya no nos separaríamos… Y ahora dices que soy malo…
Abel se respaldó otra vez en la cama. Casi no veía a su hijo debido a la oscuridad. Pero era mejor así. No le hubiese gustado que su hijo viese en sus ojos las lágrimas de un hombre solitario, que tras encontrar lo único que tenía en el mundo, era rechazado. Por fin habló con voz que era un susurro:
–Eres un niño, Lew, pero ya debes saber lo que quieres y lo que no. Así lo creo yo. Si tu deseo quedarte aquí, puedes hacerlo. Yo… yo ya estoy acostumbrado a la soledad. Es mi amiga, ¿sabes? Sí, lo es. Y ahora sí estoy convencido de que es lo único que tengo…, una gran soledad… Vete, Lew.
–Yo quiero…
–Vete. Esto sí que tengo derecho a pedírtelo.
–Pero…
 –Hasta nunca, Lew… Nunca más verás a tu padre, el pistolero malo. –Abel Kirby soltó una carcajada seca, dolorida–. Eso es. El pistolero malo: Jason Mac Cormick. Mañana me iré. Pero no a California, como había pensado.… Ya no puedo ir a California. ¿Para qué? ¡Había oído decir que allí hay tantos caballos! Incluso estuve una vez y vi algunos.
Quedó silencioso durante unos segundos, pensando que después de todo quizás hubiese sido mejor no haberlo encontrado, seguir todavía la búsqueda…
–Sí, hay muchos caballos… –musitó para sí.
–¿Te irás mañana?
–Sí. Mis heridas no tienen importancia y sé que podré cabalgar. Pero aún quiero tener la esperanza de que vendrás conmigo, Lew. No digas nada. Piénsalo. Yo me iré mañana, cuando salga el sol. Es una buena hora para buscar un buen camino que seguir…
–Yo…
–Ahora vete ya, hijo mío. Mañana quiero estar descansado…
Lew salió muy despacio y Abel Kirby quedó solo, rodeado de la oscuridad y de pensamientos más negros que ésta.
Inmediatamente de salir Lew, entró Net.
Abel la vio alterada en cuanto ella encendió el quinqué y lo colocó en una mesa cerca de su cama. Las manos le temblaban y él se dio cuenta de que ella evitaba mirarlo.
«¿Por qué?», pensó.
Quizá Lew le había dicho algo… No. No había tenido tiempo, por lo tanto no podía ser que su actitud tuviese nada que ver con lo que había ocurrido segundos antes allí.
Aunque… aunque quizá Net había escuchado la conversación desde detrás de la puerta. ¡Bah, tonterías!
Ella lo miró de pronto fijamente y preguntó:
–¿De verdad te vas mañana?
Abel sonrió con amargura. Así, pues, era eso: había escuchado lo que ellos habían hablado.
–De verdad.
–¿Aunque Lew no se vaya contigo?
–Sí.
–¿Te quieres ir solo?
–No es por mi gusto, Net.
–¿Preferirías ir acompañado a California?
–¿Qué importa ya?
Net bajó la cabeza mirando indecisa al suelo. Luego dijo:
–¿Quieres… quieres que hable con Lew? Quizá lo convenza…
–¡No!
Net se sobresaltó de la brusquedad con que Abel Kirby había expresado su negativa.
–Bueno, no quise asustarte, Net. Pero tampoco quiero que nadie esté a la fuerza a mi lado… A la fuerza, o influido por otras personas, que quizás aún sea peor.
–Pero Lew es tu hijo.
–Pues parece que él no está muy alegre con serlo.
–Es un niño…
–Sí, pero ya ha hecho su elección. Y para que un niño se convierta en hombre hay que dejar que él mismo vaya trazando su propio camino. Si él no está conforme con el que yo sigo, no puedo obligarle, ¿comprendes, Net?
–Sí.
–Me gusta que lo comprendas. Así, algún día le podrás decir que no le guardo ningún rencor y que nunca se aflija por no haber aceptado a su padre…
–¡Oh, Abel!
Net ocultó la cara en las manos y comenzó a sollozar, pero Abel siguió hablando.
–… Y tú, Net, no me guardes rencor a mí por nada que… quiero decir que nunca he tenido intención de lastimarte…
Mas Net pareció no querer escucharlo porque sin darle siquiera tiempo a terminar salió corriendo precipitadamente de la habitación sin poder contener el llanto.
 
 
 
 
 

ÉSTE ES EL FINAL

 
 
 
En el amanecer siguiente, el sol sorprendió a Abel Kirby con el caballo ya ensillado y todo dispuesto para la marcha.
Algunos vaqueros que ya comenzaban a levantarse para llevarse por fin el ganado lo contemplaron en silencio, mientras también ellos hacían sus preparativos de marcha.
Abel estaba algo alejado de ellos y de cuando en cuando los miraba, pensando que al menos ellos se quedaban en aquel rancho y que verían a Lew y a Net. Hasta era posible que alguno de ellos se casase con ella. Durante unos minutos Abel Kirby cabalgó con la cabeza baja dirigiéndose a su caballo hacia cualquier sitio, hacia ningún sitio…
Antes de entrar en el bosquecillo que formaría ya una frontera entre él y el aún miró otra vez hacia la casa, deteniéndose.
Luego se adentró en el bosquecillo y lentamente lo fue cruzando.
Cuando llegó al otro lado quedó súbitamente inmóvil, como uno más de los pinos del bosque.
Allí, al alcance de su vista vio tres caballos trabados. Uno de ellos no llevaba montura, pero los otros dos sí.
Los que sin duda eran sus jinetes, estaban sentados en una roca y Abel Kirby los reconoció en el acto.
Con el corazón latiéndole furiosamente, se fue acercando sin apartar la vista de ellos.
Cuando llegó hasta allí, Lew se levantó de su duro asiento y lo miró seriamente. Parecía contento.
–Hola…, papá.
Pareció costarle un esfuerzo pronunciar la última palabra. Pero más esfuerzo le costó a Abel el contestar:
–Hola…, hijo.
Luego miró a Net, que bajó la cabeza y se sonrojó intensamente.
Abel descabalgó y acercándose a ella la cogió por los hombros. Net iba vestida con pantalones y una camisa de franela a cuadros. El sombrero colgaba a su espalda sujeto por el barboquejo al cuello. Pero Net tenía el pelo rubio y largo y el sol lo doraba aún más.
–Hola, Net.
Ella levantó la cabeza, pero sin perder su delicioso sonrojo. Pareció como si fuese a decir algo, pero sus labios sólo temblaron.
Abel los vio moverse, rojos y suaves, tan tiernos…
La soltó de los hombros y cogiéndole la cara con ambas manos, se inclinó y la besó suavemente en la boca, mientras notaba el temblor que recorrió todo el cuerpo de ella. Durante unos segundos, Lew permaneció olvidado, mirando sonriente a ambos.
Cuando se separaron sus bocas, Net miró los grises ojos que nunca más le harían sentir soledad porque siempre estarían juntos… Susurró:
–Abel…
–Sí, Net.
–¿Me… me quieres… me llevas contigo?
Abel sonrió y se volvió hacia su hijo:
–Me alegro, Lew, hijo mío, que vengas conmigo. Pero dime: ¿qué haremos con Net? Ya sabes que las mujeres sólo sirven para complicarlo todo.
–Pues… –Lew se rascó la cabeza con un gesto de graciosa seriedad–, pues podemos enseñarle cosas de caballos, ¿no, papá?
–¡Hum! Es mejor que aprenda a hacernos la comida, ¿no crees?
–¡Pues no había caído en eso!
Abel se volvió a Net, que al principio, al no comprender la broma los había estado mirando asustada, con los ojos muy abiertos.
–Quedas aceptada –dijo Abel, y rompió a reír.
Net se echó en sus brazos y Abel aprovechó para volver a besarla.
Esta vez el beso aún fue más largo y por fin, Lew, que los miraba con la cabeza ladeada y el ceño fruncido, pues no comprendía tantas “tonterías”, dijo:
–¡Eh, papá!, ¿queda muy lejos California?
Su padre separó la cabeza de la de Net para preguntar:
–¿Quién?
Y luego volvió a unir sus labios con los de ella.
–¡California! –casi gritó Lew.
Esta vez, Abel se separó definitivamente de Net y miró a su hijo con ojos distraídos.
–¿Quién decías…? ¡Ah, sí! California… ¿Lejos? No, hombre, está aquí mismo.
Y sonrió, porque para él todo estaba allí mismo.
Net estaba a su lado, cogida con un brazo a la atlética cintura del hombre que amaba. Él tenía un brazo sobre el hombro de ella.
–¿Verdad, Net, que todo está cerca ahora?
–Sí, Abel.
El sol, que iba hacia el Oeste, les marcaba esplendorosamente la ruta de California.
 
 

F   I   N

 
 
 

 

2 comentarios:

José A. García dijo...

Gracias por el tipeo de la novela y la lectura veraniega.

Saludos!

J.

ODISEO dijo...

Gracias amigo!!

Espero que la lectura haya sido de tu agrado.

Atte: Odiseo....Legendario Guerrero Arcano.